Araweté
- Autodenominación
- Bïde
- ¿Donde están? ¿Cuántos son?
- PA 568 (Siasi/Sesai, 2020)
- Familia linguística
- Tupi-Guarani
Los Araweté son un pueblo tupí-guaraní de cazadores y agricultores del bosque de tierra firme. “Estamos en el medio”, dicen los Araweté de la humanidad. Habitamos la tierra, este plano intermedio entre los dos cielos y el mundo subterráneo, poblados por los dioses que se exiliaron al comienzo de los tiempos. Los Araweté dicen que viven ahora “en las márgenes de la tierra”: su tradición habla de sucesivos desplazamientos a partir de algún lugar al este (el centro de la tierra), siempre en fuga delante de enemigos más poderosos. Toda su larga historia de guerras, muertes y fugas, y la catástrofe demográfica del “contacto”, si bien no se borran de la memoria araweté, nunca llegaran a disminuir su ímpetu vital y alegría.
Nombre y población
El nombre “Araweté”, inventado por un sertanista de la Funai (Fundación Nacional del Indio), no significa nada en la lengua del grupo. El único término que podría ser considerado una autodenominación es bïde, que significa “nosotros”, “la gente”, “los seres humanos”. Todos los humanos son bïde, pero los humanos por excelencia son los Araweté: los otros pueblos indígenas y los ‘blancos’ (kamarã) son awî, “extranjeros” o “enemigos”.
La población inmediatamente anterior al contacto era de por lo menos 200 personas. Debido a las condiciones en que el ‘contacto’ con la Funai se realizó, la mortalidad causada por las epidemias y la desnutrición llevó al grupo al mínimo de 120 personas, en 1977. En setiembre de 1992 la población llegó a 206, alcanzando así el efectivo de la época pre-contacto. En razón del relativo aislamiento en que viven (más que debido a la asistencia de los órganos públicos competentes), no tuvieron grandes bajas demográficas debido a enfermedades foráneas hasta el segundo semestre del 2000, cuando la población fue acometida por un brote de varicela (enfermedad viral popularmente conocida como catapora). En ese año, datos de la Funasa (Fundación Nacional de la Salud) registraban 278 indios, de los cuales por lo menos 218 fueron afectados por la epidemia, con el resultado de 9 fallecidos.
Según declaración de Tarcísio Feitosa (miembro del CIMI – Consejo Indigenista Misionero) al Instituto Socioambiental en la época, la morosidad del DSEI (Distrito Sanitario Indígena) de Altamira en tomar las debidas providencias facilitó el impacto de la epidemia sobre la población. Desde entonces, la población retomó su crecimiento y, en mayo del 2003, según datos de la Funai, llegó a 293 personas, tres de ellos recién nacidos. A continuación, una lista de los datos censales disponibles sobre los Araweté desde el contacto oficial:
Fecha/Fuente | Censo |
27.07.76 [inf. Lisbôa, 1992] | 27 personas llegan al Puesto de la Funai en Ipixuna |
04.09.76 [Diário João Evangelista de Carvalho] | 44 personas en la aldea próxima al Puesto |
Censo JEC de marzo 1977 [Müller et al., 1979: 24] | 120 personas |
Mediados de 1977 [Censo JEC] (Arnaud, 1978: 10-11) | 119 personas (59 hombres/60 mujeres) |
11.05.77 [Censo JEC] | 129 personas (61 hombres/58 mujeres) |
17.06.77 [Censo JEC] | 120 personas (62 hombres/58 mujeres) |
11.10.77 [Censo JEC] | 117 personas |
14.03.78 [Censo Funai] | 121 personas |
Julio de 1978 [Censo Funai] (Müller op.cit.: 25) | 122 personas |
Mediados de 1979 [Censo Müller] (op.cit.: 28) | 133 personas (71 hombres/62 mujeres) |
02.01.80 [Censo Funai] | 136 personas (66 hombres/70 mujeres) |
25.04.80 [Censo Funai] | 138 personas (66 hombres/72 mujeres) |
Junio de 1981[Censo Eduardo Viveiros de Castro] | 130 personas (62 hombres/68 mujeres) |
Abril de 1982 [Censo Eduardo Viveiros de Castro] | 136 personas (63 hombres/73 mujeres) |
Febrero de 1983 [Censo Eduardo Viveiros de Castro] | 136 pessoas (64 hombres/72 mujeres) |
19.12.83 [Censo Funai] | 139 personas |
Diciembre de 1985 [Censo Funai] | 153 personas |
03.11.86 [Censo Funai] | 160 personas |
16.06.87 [Censo Funai] | 162 personas (85 hombres/77 mujeres) |
1988 [Censo Eduardo Viveiros de Castro] | 168 personas |
15.12.89 [Censo Funai] | 181 personas (91 hombres/90 mujeres) |
04.04.92 [Censo Eduardo Viveiros de Castro] | 195 personas (92 hombres/103 mujeres) |
1992 [Censo Lo Curto-Funai de setiembre] | 205 personas (95 hombres/110 mujeres) |
2000 [Censo Funasa de noviembre] | 278 personas |
12.05.2003 [Censo Funai] | 293 personas |
Lengua
La lengua araweté pertenece a la gran familia Tupí-Guaraní. Es posible que los Araweté, como varios otros grupos tupí de la región, sean los descendientes de la tribu de los Pacajás, objeto de intensa actividad misionera por parte de los jesuitas durante el siglo XVII. Las crónicas misioneras registran que parte de ese numeroso pueblo se resistió a la catequesis, retornando a la floresta. Pero la lengua araweté, en comparación a las lenguas habladas por sus vecinos tupí-guaraní más próximos (los Asuriní del Koatinemo, los Parakanã, los Asuriní del Trocará, los Suruí, los Tapirapé), todas ellas bastante semejantes entre sí, se muestra bastante diferenciada. Esto sugiere que la separación de los Araweté fue más antigua, o incluso que ellos pueden haber venido de otra región de Brasil.
Todavía hay una parte significativa de la población araweté que no habla portugués. Y, entre los hablantes, la mayoría no lo hablan con fluidez.
El araweté no es una lengua fácil de aprender: su prosodia es fuertemente nasal, el ritmo es rápido, y hay sonidos de difícil reproducción para los hablantes nativos del portugués. La sintaxis y la morfología son bastante diferentes de las lenguas indoeuropeas: hay varias series de pronombres personales, hay aspectos verbales sin correspondencia directa en el portugués… Por otro lado, es fácil reconocer en el araweté numerosas palabras que el tupí-guaraní dejó en el portugués hablado en Brasil, ya sea en el vocabulario común, en regionalismos o en los topónimos (nombres de lugares).
La lengua araweté todavía no fue estudiada por especialistas; la grafía empleada en estas páginas no respeta integralmente el alfabeto fonético internacional, pero procura ser consistente. Los valores sonoros aproximados de las letras son: las vocales “a” e “i” suenan como en el portugués brasileño (la “e” siempre abierto); la “i” suena como en el inglés “bit”, pero producido con la punta de la lengua vuelta hacia abajo; la “o” suena como en el inglés “but”; la tilde indica una vocal nasal (todas las vocales pueden ser nasalizadas; en estas páginas, debido a dificultades tipográficas, la “i” nasal será graficada como “î”).
Las consonantes “p”, “b”, “m”, “n” suenan aproximadamente como en el portugués, la “ñ” como o “nh” en portugués; la “k” como la “c” de casa”; la “t” como en tudo”, incluso delante de “i”; la “d” suena como en “tch” (como la “t” de “tio”, en el modo de hablar carioca); la “c” como “ts”; la “r” como en “caro”, incluso al comienzo de palabra; la “d” como en “th” del inglés “that”; la “d” como en “body”, en la pronunciación norteamericana; la “y”, la “w” y la “h” suenan como en el inglés “yes”, “work”, “home”. La señal ' entre dos vocales indica una oclusión glotal suave, es decir, una pequeña pausa entre los dos sonidos separados por ella. La vocal tónica de la mayoría de las palabras es la última; únicamente cuando este no es el caso se indica el acento con un trazo sobre la vocal: así por ejemplo, bïde se pronuncia “bïdé”, y Maï se pronuncia “Máï”.
Localización
Los Araweté habitan hoy en una sola aldea en las márgenes del igarapé [brazo estrecho de un río Ipixuna, afluente de la margen derecha del medio Xingú. El Ipixuna es un río de aguas negras, que corre en un lecho rocoso en dirección sudeste/noroeste. La vegetación dominante en la cuenca del Ipixuna es la floresta abierta con palmeras, donde los árboles raramente sobrepasan los 25 metros. En los alrededores de la aldea hay extensas áreas de “mata de cipó”, donde lianas y plantas espinosas tornan difícil el andar. El terreno está puntillado de irrupciones graníticas que en su tope se cubren de cactus y bromeliáceas. La caza es abundante, dada la gran cantidad de árboles frutales, que atraen a los animales. El régimen de lluvias es muy marcado, con una estación seca que se extiende de abril a noviembre, y una estación lluviosa en los meses restantes. Entre agosto y noviembre el río se torna impracticable, exponiendo extensas lajeras y formando pozos de agua estancada propicios para la pesca.
Del 1978 al 2001, los Araweté habitaron otra aldea a la vera del Ipixuna, a algunos kilómetros de la aldea actual. Desde que se desplazaron de las aguas del Bacajá en dirección al Xingú, ellos circularon por un área comprendida entre las cuencas de los ríós Bom Jardim, al sur, y Piranhaquara, al norte, que incluye los ríós Canafístula, Jatobá e Ipixuna. La tierra Araweté es contigua a otras tres: la Tierra Indígena Apyterewa (de los indios Parakanã) al sur, la Tierra Indígena Koatieno (de los Asuriní) al norte y al nordeste, y la Tierra Indígena Trincheira-Bacajá (de los Kayapó-Xikrin) al este, teniendo al río Xingú como límite oeste.
Historia del contacto
A mediados de la década de 1960, los Araweté se desplazaron de las cabeceras del río Bacajá, al sudeste, en dirección al Xingú, en el Estado del Pará. Ellos eran oficialmente desconocidos hasta el comienzo de la década de 1970. Su ‘contacto’ por la Funai data de 1976, cuando buscaron las márgenes del Xingú huyendo del asedio de los Parakanã, otro grupo tupí-guaraní.
Es posible asegurar que ellos moraron allá hace muchos años, tal vez algunos siglos, en la región de las florestas entre el curso medio de los ríos Xingú y Tocantins. Aunque fuesen considerados, hasta el contacto en 1976, como “indios aislados”, el hecho es que los Araweté conocen al hombre blanco desde hace mucho tiempo. Su mitología se refiere a los blancos, y existe un espíritu celeste llamado “Chamán de los Blancos”; ellos utilizan hace mucho tiempo hachas y machetes de fierro, que recogían de las rozas abandonados de moradores ‘civilizados’ de la región; y su tradición registra varios encuentros, algunos amistosos, otros violentos, con grupos de kamarã en la floresta.
La historia de los Araweté ha sido, por lo menos desde inicios del siglo XX, una historia de sucesivos conflictos con grupos tribus enemigas y de desplazamientos constantes. Ellos salieron del Alto Bacajá debido a ataques de los Kayapó y de los Parakanã. A su vez, al llegar al Ipixuna y demás ríos de la región (Bom Jardim, Piranhaquara), ahuyentaron a los Asuriní allí establecidos, que terminaron por mudarse al río Ipiaçava, más al norte. En 1970, con la construcción de la carretera Transamazónica, que pasaba por Altamira (la ciudad más próxima), el gobierno brasileño comenzó un trabajo de “atracción y pacificación” de los grupos indígenas del medio Xingú. Los Araweté comenzaron a ser registrados oficialmente en 1969. En 1971 la Funai estableció el “Frente de Atracción del Ipixuna”, que mantuvo contactos esporádicos con los Araweté hasta 1974, siempre sin conseguir visitar sus aldeas. En esta época el grupo vivía dividido en dos bloques de aldeas, una más al sur, en la cuenca del Bom Jardim, otro al norte, en el Alto Ipixuna.
En enero de 1976, ataques realizados por los Parakanã llevaron a los Araweté de ambas regiones a buscar las márgenes del Xingú, resueltos a “amansar” (mo-kati) a los blancos (pues ellos no creen que fueron pacificados por los blancos, sino todo lo contrario). La Funai los encontró allí en mayo de aquel mismo año, acampados precariamente junto a las rozas de algunos campesinos, hambrientos y ya enfermos debido al contacto con los blancos del “beiradão” (que es como las tierras de la margen del Xingú son llamadas por la población regional). En julio, los sertanistas de la Funai deciden llevar a aquella población enferma y debilitada a través de una camino por la floresta hasta un Puesto que había sido construido en el Alto Ipixuna, próxima a las antiguas aldeas del grupo. Fue una caminata de más o menos 100 kilómetros, que duró 17 días: por lo menos 66 personas murieron en el trayecto. Con los ojos cerrados por una conjuntivitis infecciosa que habían contraído en el “beiradão”, las personas no podían ver el camino, se perdían en la floresta y morían de hambre; crianzas pequeñas, súbitamente huérfanas, eran sacrificadas por los adultos desesperados; mucha gente, demasiado débil para caminar, pedía ser abandonada para morir en paz.
No se sabe cuántos comenzaron la caminata, mas apenas 27 llegaron junto con los sertanistas que lideraban la marcha; el resto vino llegando a los pocos. Algunos indios se desviaron, en el camino, hacia las aldeas antiguas, permaneciendo allí algunas semanas; pero luego un nuevo ataque parakanã provocó que toda la población araweté que sobrevivió a la caminata y sus enemigos se reunieran en el Puesto de la Funai. En marzo de 1977, el primer censo hecho por la Funai contó 120 personas. Los araweté hicieron desfilar ante mí los nombres de las 77 personas que desaparecieron en el período entre su llegada al Xingu, en enero de 1976, y su llegada a Puesto Velho, en julio de aquel año; tres de ellas murieron en el último ataque parakanã: 73, por tanto, fueron víctimas el contacto y de la desastrosa caminata – 36 % de la población total de la época.
En 1978, los Araweté se mudaron, conjuntamente con el Puesto de la Funai, a un sitio más próximo de la desembocadura del Ipixuna, donde residieron hasta el 2001. En los primeros años, vivir con los blancos no era muy fácil. La interacción entre indios y funcionarios de la Funai se fundaba en una serie de malentendidos culturales, en expectativas estereotipadas o en demandas contradictorias. Era muy común la emisión profesoral de juicios sobre el ‘carácter’ típico de los Araweté: que eran perezosos, que pasaban hambre por descuido e imprevisión (y sin embargo la población estaba visiblemente bien nutrida), que no eran solidarios entre sí, que sólo hablaban y pensaban sobre sexo (lo que era remarcado, en verdad, por ser uno de los pocos asuntos en que la vida de los indios interesaba a los blancos); y así por el estilo. Había toda una serie de procedimientos de ‘infantilización’ de los indios, pequeños ritos de degradación, como los exámenes médicos en público, censuras sobre la ‘poca higiene’ de ciertas prácticas tradicionales, la costumbre de ponerles apellidos peyorativos. Sólo oí elogiárseles por el temperamento cordial, alegre y (de veras!) paciente. Pero en verdad todo eso no era solamente (a veces, de alguna forma) una cuestión de mala voluntad o de brutalidad de ese o de aquel funcionario. Había un sistema; ese era el modo de articulación entre indios y blancos.
Los Araweté dependían por entonces, como dependen más todavía hoy en día, de una serie de bienes y servicios ofrecidos por el Puesto: combustible, sal, fósforos, ollas, ropas (para los hombres), jabón, pilas, linternas, cuchillos, hachas, machetes, herramientas, tijeras, peines, espejos, azúcar, aceite de cocina, escopetas, munición, remedios.
A mediados de 1988, los Araweté y el jefe del Puesto (benigno Marques, hoy director de la Administración de la Funai en Altamira) encontraron y capturaron una gran cantidad de caoba que había sido derribada en sus tierras por dos compañías madereras. Después de una nebulosa Administración de la Funai en Altamira con estas madereras, los Araweté y los Parakanã –esto es, el Puesto Indígena Ipixuna y el Puesto Indígena Apyterewa – acabaron recibiendo, en enero de 1989, una razonable cantidad de dinero a manera de ‘indemnización’ por la madera robada.
Aunque la mayor parte del dinero haya sido confiscada por el gobierno de Collor en marzo de aquel año, los tres meses que él estuvo disponible fueron suficientes para una mudanza radical en las relaciones Puesto/aldea. Por un lado, varias mudanzas fueron hechas en el equipamiento del Puesto Indígena: nueva enfermería, motores para transporte y generación de energía, la adquisición de un barco con alta capacidad de carga, herramientas, etc. Por otro lado, los Araweté pasaron a tener un acceso bastante amplio a una cantidad de mercaderías que antes eran de difícil obtención, demorada y limitada. Proliferaron las escopetas, ollas, machetes, linternas, pilas, ropas, tabaco…
A partir de mediados de 1989, la situación comenzó a empeorar, con la confiscación del cuadernillo de ahorro ‘de los Araweté’. En esa época, un médico italiano, Aldo Lo Curto, se encantó con el grupo y pasó a invertir en el área algunos de los recursos que reunía en su país de origen, por medio de palestras y exposiciones sobre los indios brasileños. Eso permitió la contratación de una enfermera y de una profesora, y la compra de algunos equipamientos para el Puesto. Pero la mantención de la pauta de consumo del grupo, elevada después de la entada del dinero de la maderera, siguió siendo un problema. Con la aguda recesión del período Collor, y especialmente con el desmonte de la máquina administrativa federal, la Funai se sumió en una situación de insolvencia. Con eso, los Araweté quedaron reducidos a la ayuda de Lo Curto y a arreglos de emergencia entre la jefatura del Puesto Indígena Ipixuna y la Funai de Altamira. Comenzaron a faltar algunos ítems esenciales, como remedios, combustible y munición. Esa fue la situación que encontramos en 1991, cuando visitó el Ipixuna, junto con el equipo del CEDI (Centro Ecuménico de Documentación e Información).
Los Araweté perdidos
En setiembre de 1987, los Kayapó-Xikrin de la aldea Cateté, a centenas de kilómetros al sudeste del Ipixuna, del otro lado de la Sierra dos Carajás, atacaron a un pequeño grupo de indios desconocidos, matando a un hombre y a un niño, capturando dos mujeres y un niño pequeño. Un médico de la Funai que visitaba la aldea del Catete reconoció la piel blanca y los ojos castaños-claros de los Araweté, así como los característicos aretes de plumas usados por las mujeres. Luego se supo que un hombre más viejo había permanecido en la floresta, consiguiendo huir del ataque. Avisados por la radio, los Araweté mandaron dos emisarios (y al jefe del Puesto Indígena Ipixuna) para rescatar a sus parientes perdidos, sin tener la menor idea de quienes podrían ser. Las negociaciones fueron complicadas; los Xikrin exigieron varios bienes a cambio de los prisioneros, pero finalmente todo se resolvió. En seguida, los Araweté fueron en búsqueda del anciano. Luego lo encontraron; al comienzo él se resistió a cualquier aproximación, tirando flechas contra el pequeño grupo de rescate. Finalmente, con todo, terminó por reconocer la lengua y se dejó aproximar. Él y los cautivos de los Xikrin fueron llevados al Ipixuna para juntarse al resto de los Araweté.
En la aldea el misterio se esclareció. Ellos eran los sobrevivientes del grupo de Iwarawï (el viejo), que se había separado del resto de la tribu hace 30 años en las cabeceras del Bacajá, cuando Iwarawï todavía era un muchacho. Durante un ataque kayapó, el huyó a la floresta junto con una muchacha – hija de la hermana de su madre – y con dos niños pequeños, sus sobrinos. Los Araweté pensaron que ellos habían sido matados o capturados por los Kayapó. En verdad, ellos se habían perdido del resto de la tribu, que huyó de los Kayapó en la dirección opuesta, en dirección a las aguas del Ipixuna. Iwarawï y su hermana (en el parentesco araweté, la hija de la hermana de la madre es llamada “hermana”), solos, fueron obligados a casarse; tuvieron dos hijas, que se casaron con los niños que también habían huido. Estas personas vivieron completamente aisladas por lo menos durante treinta años, como una miniatura de la sociedad araweté. Era una vida muy dura, siempre huyendo a la menor señal de enemigos: sin tiempo para esperar que el algodón crezca, las mujeres sustituyeron su ropa tradicional por faldas de corteza de árbol; precisando cambiar constantemente de campamento, no siempre podían plantar y cosechar maíz, dependiendo de la harina de coco-babaçu para su alimentación.
En febrero de 1988, Iwarawï fue llevado a Altamira para tratarse de una grave neumonía que había contraído enseguida luego del contacto. Las dos mujeres, sus hijas, se casaron en la aldea: Mitãñã-kãñî-hi y su hijo fueron a vivir con un viudo; Pïdî-hi, respectivamente mujer y madre del hombre y del niño muertos por los Xikrin, se casó con un primo soltero. Aunque cercados por sus parientes próximos de la aldea, a esos sobrevivientes les costó acostumbrarse a la nueva situación. Los otros Araweté los encontraban extraños: hablaban con un acento extraño, habían olvidado muchos de los usos y costumbres tribales. En cuanto Iwarawï estaba en Altamira, sus armas quedaron guardadas en la aldea, y eran mostradas a todos. Su largo arco, todo perforado del plomo de las escopetas kayapó – él lo usaba como escudo durante el ataque – había matado muchos enemigos, indios y kamarã, durante aquellos treinta años. Sus flechas eran extrañas: torcidas, sucias, con un adorno de plumas diferente del tradicional. Examinando estas armas, un anciano de la aldea declaró:
"Iwarawï casi se estaba transformando en un enemigo, estaba olvidando nuestro modo de ser…”
Las hijas y el nieto de Iwarawï están hoy completamente integrados a la vida de los Araweté. Iwarawï murió ahogado en las aguas del Xingú, en un estúpido accidente de barco, en agosto de 1988. Él no tuvo tiempo de volver a vivir con sus parientes perdidos.
Territorio y territorialidad
Sólo a fines de 1987, una década después del contacto oficial, la Funai resolvió “prohibir” un área de 985.000 hectáreas, según los límites propuestos en un informe que presenté a aquel órgano en 1982. En mayo de 1992, esa área fue delimitada, a fines de su demarcación, por una dependencia del Ministerio de Justicia. La demarcación física el territorio araweté fue hecha por un convenio entre el CEDI (ONG embrionaria del Instituto Socioambiental) y la Funai, en julio de 1993. Los trabajos fueron ejecutados entre junio de 1994 y mayo de 1995 con recursos del gobierno austríaco destinados a la conservación de las florestas tropicales, concedidos durante la Eco 92. En 1996, la Tierra Indígena Araweté fue homologada con la extensión de 940.900 hectáreas.
El concepto araweté de territorialidad es abierto; ellos no tenían, hasta hace bien poco, la noción de un dominio exclusivo sobre un espacio continuo y homogéneo. Llegando al Ipixuna, desplazados por otros grupos del área que ocupaban, ellos desplazaron a su vez a los Asuriní. Su historia habla de un movimiento constante de fuga delante de enemigos más poderosos. Los Araweté no parecen tener una geografía mitológica o sitios sagrados. Su actitud objetiva y subjetiva es un incesante ir adelante, dejando atrás los muertos y los enemigos. La idea de reocupar un área antigua les es extraña – lo que se constata incluso dentro de los límites de la cuenca del Ipixuna.
Las guerras en que estuvieron envueltos nunca fueron concebidas como disputas territoriales, y las tribus que invadían sus tierras eran vistas menos como amenazas a su integridad territorial que a la sobrevivencia física del grupo. Es justamente del ‘contacto’ y de la fijación en un área restringida que una concepción cerrada del territorio comenzó a emerger. Así, por un lado, el establecimiento de una sola aldea junto al Puesto de la Funai rompe con el patrón geopolítico tradicional, que consistía en varias aldeas simultáneas y dispersas, menores que la aldea actual; la dependencia del Puesto disminuyó también el radio de movimiento. Por otro lado, la convivencia con las concepciones occidentales de territorialidad (transmitidas directa o indirectamente por los blancos) y la situación de enclaustramiento geográfico llevan a la emergencia de una noción de territorialidad cerrada y exclusiva, consagrando una nueva situación histórica – el hecho de un “territorio araweté”.
Cultura material
Los Araweté poseen una cultura material bastante simple, dentro del horizonte tupí-guaraní. Eso se puede explicar, en parte, por el estado constante de alarma y fuga delante de enemigos, al que ese pueblo estuvo sujeto en las últimas décadas; y en parte, por el trauma del ‘contacto’.
Los hombres araweté tienen barba espesa, que acostumbran dejar crecer en punta; andaban desnudos, con apenas un cordón amarrado al prepucio. Las mujeres llevan un vestido de cuatro piezas tubulares (cinta, falda, blusa de malla y un paño de cabeza), tejido de algodón nativo y teñido de achiote.
Ellas llevan aretes hechos con plumitas de guacamayo dispuestos en forma de flor, pendientes de un hilo en que son ensartadas semillas de iñã (Cardiospermum hablicacabum), así como collares de esas mismas cuentas. Los hombres usan los mismos aretes, si bien más cortos. El cabello es cortado en franja recta en la cabeza hasta la altura de las orejas, de donde crece hasta la nuca en los hombres y la espalda en las mujeres.
La tintura es el color básico de los Araweté y el rojo-encendido del achiote, con el cual cubren los cabellos y el cuerpo, untándolos uniformemente. En el rostro, no obstante, pueden trazar sólo una línea recta a la altura de las cejas, una vertical a lo largo de la nariz, y una diagonal de cada oreja hasta la comisura de los labios. Ese patrón es también seguido en la decoración festiva, ocasiones en que es trazado en resina perfumada y recubierto con las plumas minúscula de cotingas de plumaje azul brillante. El plumaje del gavilán real es adherido a los cabellos.
A pesar de tener una cultura material austera, los Araweté fabrican tres objetos técnicamente muy elaborados, y que además de eso les son exclusivos, no existiendo análogos exactos de ellos en ningún otro grupo tupí-guaraní: el arco, el sonajero aray del chamán, la vestimenta femenina.
El arco (irapã) araweté es hecho de ipê (tayipa, Tabebuia serratifolia), y es más corto, curvo y largo que la mayoría de los arcos indígenas brasileños. Cada tronco de tayipa puede servir para la fabricación de varios arcos. La madera era trabajada con herramientas de hueso y piedra (ahora, con hachas y machetes de acero), y es aplanada con un formón hecho de diente de agutí, lijada con una hoja áspera hasta quedar completamente lisa, y por fin cuidadosamente calentada en el fuego y curvada hasta ganar la forma adecuada. úsase la leche de coco-babaçu, o la grasa de las larvas que viven en esa palmera, para tornar la madera más fácil de curvar. La cuerda del arco es hecha de fibra de curauá, una bromeliácea cultivada (Neoglaziovia variegata).
Los Araweté usan tres tipos de flechas (o'i): una para caza mayor, con punta de taquaruçu (Guadua sp.) y emplumada con plumas de la cauda del gavilán real; y dos para pájaros, peces y mamíferos pequeños, con puntas de hueso de mono aullador o de palo astillado, emplumadas con plumas de la cauda del mutum [paujil, curassow. El asta de las flechas es hecha de dos tipos de bambú (Guadua sp). O Merostachys sp.). Se usa cera de abeja e hilos de algodón para fijar las puntas y las plumas. Plumitas de tucán, guacamayo o cotinga son amarradas a la base de las flechas a guisa de adorno.
El sonajero aray del chamán es un cono invertido sellado con tablillas de arumã (Ischnosiphon sp.), recubierto con hilos de algodón hasta dejar sólo la parte superior – que es la base del cono – expuesta. Un copo de algodón forma un ‘collar’ alrededor de la parte descubierta; ahí se ensartan cuatro o cinco plumas de guacamayo rojo, dando al objeto la apariencia de una antorcha flameante. Pedazos de concha de un caracol de bosque son colocados dentro del cono sellado. El aray produce un sonido rechinante y continuo; es usado por los chamanes para acompañar los cantos de Maï y para realizar una serie de operaciones místicas y terapéuticas: atraer los dioses y las almas de los muertos a la tierra para que participen de las fiestas, reconducir el alma perdidas de las personas enfermas, ayudar en el tratamiento de heridas y de picaduras de animales venenosos.
Durante la fabricación del arco, un hombre no debe tener relaciones sexuales con su esposa, o la pieza de madera quebraría. El sonajero, en cambio, tiene su cuerpo de arumã sellado por las mujeres, y la cobertura de algodón impuesta por los hombres. Pero una vez listo, el aray no puede ser usado por las mujeres; instrumento muy poderoso, él evoca los Maï, que podrían quebrar el cuello de la mujer que osase llamarlos. En esa sociedad, sólo los hombres son chamanes.
Todo hombre araweté, desde la adolescencia, posee su arco y flechas; usa esas armas no sólo para cazar y pescar, sino que pasea frecuentemente con ellas por la aldea, y las carga orgullosamente durante las danzas de la fiesta del cauim [bebida preparada de la mandioca fermentada. A su vez, todo hombre casado posee un sonajero aray; aunque éste sea el instrumento por excelencia de los chamanes, no hay adulto que no haya cantado al menos una vez en la vida por la noche, luego de haber visto a los Maï en sueños.
Todo hombre es un poco chamán, dicen los Araweté, y puede realizar pequeñas curaciones y cantar sus visiones; pero sólo algunos, los verdaderos peye, son capaces de traer los Maï y las almas de los muertos para las grandes fiestas, o reconducir las almas de los vivientes que hayan sido capturadas por los Maï u otros espíritus. El aray es un símbolo del estatus de hombre casado y con hijos; aray ñã, “señores del sonajero”, es uno de los epítetos que designa a la parte masculina adulta de la sociedad araweté. El aray es más específicamente un emblema de la sexualidad masculina: uno de los apodos jocosos dados a las mujeres es el de “quebradores del sonajero”, evocando el hecho de que, cuando tienen relaciones sexuales con ellas, los hombres se quedan con sueño y no cantan por la noche – el sonajero se “quiebra”, esto es, enmudece –, y sugiriendo que el aray es un símbolo fálico.
El aray es el único objeto de propiedad masculina que no puede ser heredado por nadie, después de la muerte de su poseedor; él debe ser quemado. Él parece ser así un objeto personal e intransferible, dotado de valores simbólicos profundos.
Ese carácter sexualmente marcado, personal e íntimo del aray tiene un análogo entre los objetos femeninos: la cinta interna, usada por todas las mujeres después de la pubertad, tampoco puede ser heredada por nadie, al contrario de las piezas externas. La ropa tradicional de las mujeres araweté está compuesta de cuatro piezas: esta cinta (ii re, “pieza de dentro”), pequeña pieza tubular de lona gruesa de algodón de cerca de 25 centímetros de largo, que cubre el pubis y la parte superior de los muslos, ciñéndolas estrechamente y dando a las mujeres un andar peculiar; una falda encima (tupãy piki, “vestido largo”), de trama más abierta; una larga malla (potïnã nehã, “pectoral”) para cargar a las crianzas, pero que es usada incluso por las jóvenes sin hijos; y un paño de cabeza (da d;î nehã, “sombrero”), pieza tubular como las demás vestimentas femeninas, con la misma trama abierta de la falda y de la blusa. Los vestidos femeninos son tejidos en telares simples – dos tallos de hojas de babaçu asegurados perpendicularmente en el piso – y teñidas con achiote. Ellas consumen una gran cantidad de algodón; así como los hombres pasan buena parte de su tiempo fabricando y reparando sus armas, las mujeres dedican muchas horas del día al proceso de producción de los hilos de algodón para las ropas y las redes. Hay siempre alguien en la aldea tejiendo una pieza de ropa o una red.
Desde pequeñas las mujeres usan la falda externa; alrededor de los siete años, acostumbran llevar también la blusa y a veces el paño de cabeza. La cinta es impuesta a partir de la primera menstruación – una de sus funciones es absorber la sangre menstrual –, y nunca debe ser retirada en frente de otros hombres que no sean el marido o el enamorado y, aún así, únicamente para el acto sexual. Incluso entre las mujeres, las norma de pudor requieren que no se levanten sin estar usando la cinta: en el baño colectivo de las mujeres, ellas se quedan por lo general agachadas, cuando están fuera del agua. Los hombres manifiestan un pudor análogo en retirar el cordón del prepucio delante de otro: la desnudez para los Araweté es, así, la ausencia de la cinta femenina o del cordón peniano.
La cinta es un objeto de fuerte connotación sexual, como el aray. El arco no es menos marcado bajo ese aspecto. Ya mencionamos que su fabricación impone la abstinencia sexual del hombre, como subrayando la naturaleza fálica del objeto. Más aún, la palabra para “arco”, irapã (que significa hoy “arma” en general: arco, escopeta, revolver), designa también los órganos sexuales masculinos y femeninos – cada sexo tiene sus “armas”, el pene y la vagina. Es interesante por tanto observar que los tres objetos araweté más elaborados, desde el punto de vista técnico y simbólico, poseen una referencia a la sexualidad humana.
Actividades productivas
La agricultura es la base de la subsistencia araweté, siendo el maíz el producto dominante de marzo a noviembre, y la mandioca en el período complementario. De todos modos, hay un predominio absoluto del cultivo del maíz sobre el de la mandioca, lo que distingue al grupo de los demás Tupí-Guaraní amazónicos. El maíz es consumido como papilla de maíz verde, harina de maíz, papilla dulce, paçoca [pasta de maíz y bebida alcohólica. Esta último (cauim) es el foco de la mayor ceremonia, que se realiza varias veces durante la estación seca. También se planta camote, yuca, cará, algodón, tabaco, piña, cuieiras, curauá (una bromeliácea usada para cordonería), papaya, achiote.
La caza es también objeto de intensa elaboración cultural. Los Araweté cazan una gran variedad de animales; en aproximado orden de importancia alimentaria, tenemos: jabutís [especie de tortuga, armadillos; mutuns, jacus; agutí; caititu; puerco salvaje; mono aullador; monos capuchinos; paca; venados; inhambus; guacamayos, jayamins, jaós; tapir. Tucanes, guacamayos, el gavilán real y otros gavilanes menores, los mutuns, el japu y dos tipos de cotingas son procurados también por las plumas para flechas y adornos. Los guacamayos rojo y de barriga amarilla así como los papagayos con capturados vivos y criados como xerimbabos [mascotas en la aldea (en 1982, la aldea tenía 54 guacamayos criados sueltos).
Las armas de caza son el arco de madera de ipê [lapacho, admirablemente bien trabajado, y tres tipos de flecha. Las armas de fuego fueron introducidas en 1982, y su uso ha provocado la disminución de la población animal en los alrededores, obligando a los Araweté a cubrir un radio mayor de territorio.
La pesca se divide en dos períodos: la estación de pesca con el timbó [bejuco usado como veneno de pesca, de octubre a noviembre, y los meses de pesca cotidiana, hecha con arco y flecha o anzuelo y sedal. Aun cuando el pescado sea un alimento valorizado, lo es menos que la carne de caza, y la pesca es una actividad principalmente ejercida por niños y mujeres (a excepción de la pesca colectiva con timbó). Los Araweté son indios de tierra firme: la mayoría de las personas más viejas no sabe nadar. El agua de beber y cocinar es retirada de cacimbas abiertas en la margen arenosa de los cursos de agua o donde crecen las palmeras del açaí.
La recolección es una actividad importante. Sus principales productos alimentarios son: la miel, de la cual los Araweté poseen una refinada clasificación, con por lo menos 45 tipos de miel, de abejas y avispas, comestibles o no; el açaí (Euterpe oleracea); la bacaba (Œnocarpus SP.); la castaña del Pará (Bertholetia excelsa), importante en la época de lluvias; el coco-babaçu (Orbygnia phalerata), comido y usado como mezcla del achiote, y para flexibilizar la madera de los arcos; y frutas como el copoazú (Theobroma grandiflorum), el frutão (Lucuma pariry), el cacao silvestre (Theobroma speciosum), el ingá (Inga sp.), el cajá (Spondias sp.), y diversas sapotáceas. Sobresalen también los huevos de tracajás (Podocnemis sp.), objeto de excursiones familiares a las playas del Ipixuna en setiembre, y las larvas del babaçu (Pachymerus nucleorum), que también pueden ser criados en los cocos almacenados en casa.
Entre los productos no-alimentario de la recolección, se pueden registrar: las hojas y tablillas del babaçu para la cobertura de las casas, esteras, cestos; la vaina de las hojas de inajá (Maximiliana maripa), açaí y babasú, que sirven de recipientes; dos tipos de caña para flecha; el taquaruçu para la punta de las flechas de guerra y caza mayor; la taquarinha y otras talas para los coladores y el sonajero del chamanismo: la calabaza silvestre para la maraca de danza; maderas especiales para pilones, empuñaduras de los machetes, arco, puntas de flecha, soportes y vigas de casas, palos para cavar, formones; enviras y bejucos para amarres; el barro para una cerámica simple, hoy en desuso por la introducción de las ollas de metal.
Los trabajos e los días
La vida social y económica de los Araweté discurre en compás binario: floresta y aldea, caza y agricultura, temporada de lluvias y seca, dispersión y concentración.
En las primeras lluvias de noviembre-diciembre, se planta la roza de maíz. A medida que cada familia termina de plantar, va abandonando la aldea por la floresta, donde permanecerá hasta que el maíz esté a punto para la cosecha – esto es, un período de cerca de tres meses –. Los hombres cazan, acopian jabutís, extraen miel; las mujeres recolectan castaña del Pará, coco-babaçu, larvas, frutas, tuestan el poco de maíz viejo que restó de la cosecha anterior que trajeron consigo. Esa fase de dispersión es llamada awacï mo-tiarã, “hacer madurar el maíz” – se dice que si no se va a la floresta, el maíz no viene. En febrero-marzo, después de varios viajes de inspección a las rozas, alguien finalmente trae los cabellos del maíz verde al campamento, mostrando la madurez de la planta. Se hace entonces el último gran acto chamánico del jabutí – actividad típica de la estación lluviosa – y la primera gran danza opirahë, característica de la fase aldeana que está por iniciarse. Ese es el “tiempo del maíz verde”, el comienzo del año araweté.
Sólo cuando todas las familias ya llegaron a la aldea se hace el primer acto chamánico del cauim (papilla de maíz) dulce, al que otros siguen. El maíz de cada fiesta es cosechado colectivamente en la roza de una familia, pero procesado por cada unidad residencial de la aldea. Esa es también una época en que las mujeres preparan grandes cantidades de achiote, dando a la aldea una tonalidad rojiza general. A partir de abril-mayo las lluvias disminuyen, y se estabiliza la vida de la aldea, marcada por la incesante faena de procesamiento del maíz maduro, que proporciona la paçoca Meri, base de la dieta de la estación seca.
De junio hasta octubre se extiende la estación del cauim alcohólico, que recibe su nombre: kã'i da me, “tiempo del cauim ácido”. Es el auge de la temporada seca. Las noches son animadas por las danzas opirahë, que se intensifican durante las semanas en que se prepara el cauim. Esa bebida es producida por una familia o sección residencial, con el maíz de su propia roza. Puede haber varios festines durante la estación seca, ofrecidos por diferentes familias. Ellos acostumbraban a reunir más de una aldea – cuando los Araweté poseían diferentes grupos locales – y siguen siendo el momento culminante de la sociabilidad. La fiesta del cauim alcohólico es una gran danza opirahë nocturno en que los hombres, servidos por la familia anfitriona, danzan y cantan, bebiendo hasta el día siguiente.
En la fase final de la fermentación de la bebida – el proceso todo dura unos veinte días – los hombres salen a una caza colectiva. Retornan una semana después, trayendo bastante carne ahumada, que los dispensará de cazar por varios días. En la víspera de la llegada de los cazadores hay una sesión de descenso de los Maï y de las almas de los muertos, convocados por un chamán para que prueben el cauim.
A partir de julio-agosto comienza a aumentar la frecuencia y duración de los movimientos de dispersión. Las familias se mudan a las rozas, incluso cuando éstas no distan mucho de la aldea, y allí acampan por una quincena o más tiempo. Es la estación de “quebrar el maíz”, cuando se cosecha todo el maíz todavía de pie y se le almacena en grandes cestos, depositados sobre plataformas en la periferia de las rozas. De allí las familias se van abasteciendo hasta el final de la estación seca, cuando los cestos restantes son llevados al nuevo sitio de la plantación.
Esta temporada en la roza reúne en cada campamento más de una familia conyugal – ya sea porque la roza pertenece a un segmento residencial (conjunto de familias emparentadas que moran próximos entre sí en la aldea) o porque los dueños de las rozas próximas deciden acampar juntos. Durante la quiebra del maíz, los hombres salen todo el día para cazar, mientras las mujeres y los niños recogen las espigas, hacen harina, tejen; esa es también la época de la cosecha de algodón.
Esas temporadas en la roza son percibidas como muy agradables. Después de cinco o seis meses de convivencia en la aldea, los Araweté parecen tornarse inquietos e irascibles. En los campamentos de roza las personas se sienten más a gusto, conversan libremente sin miedo a ser oídas por vecinos indiscretos.
Durante el auge de la estación seca, difícilmente pasa más de una semana sin que un grupo de hombres decida hacer una expedición de caza, durante la cual duermen fuera de una a cinco noches. También son comunes, a partir de agosto, las excursiones de grupos de familias, para recoger huevos de tracajá, pescar, cazar, capturar crías de guacamayos y de papagayos. Excepto en los meses de marzo a julio, es muy raro que haya días en que todas las familias están durmiendo en la aldea.
A partir de setiembre, la estación del cauim comienza a dejar lugar al tiempo del açaí y de la miel. La llegada de los espíritus Iaraci (el “comedor de açaí”) y Ayaraetã (“el padre de la miel”), traídos a la aldea por los chamanes, provoca la dispersión de todos a la floresta en busca de los productos asociados a esos espíritus.
En octubre-noviembre, con las aguas de los ríos en su nivel más bajo, se hacen las pescan con timbó, lo que también lleva a la fragmentación de la aldea en grupos menores.
La dispersión provocada por todas esas actividades de recolección y pesca, no obstante, es una vez más contrabalanceada por las exigencias del maíz. En setiembre se comienza a derribar las nuevas rozas; a fines de octubre, acontece la quema; y luego de las primeras lluvias de noviembre-diciembre, la plantación, inmediatamente antes de la dispersión de las lluvias. Antes de partir en dirección a la floresta, se cosecha mandioca, cuya harina servirá de complemento a la caza y a la miel de la dieta de la floresta.
Este es el ciclo anual araweté: una constante oscilación entre la aldea y la floresta, la agricultura y la caza-recolección, la estación seca y la lluviosa. La vida de la aldea está bajo el signo del maíz, y de su producto más elaborado, el cauim alcohólico; la vida en la floresta está bajo el signo del jabutí (la caza dominante en la estación lluviosa) y de la miel.
Organización política
Los Araweté son un pueblo orgullosamente individualista, refractario a cualquier forma de ‘colectivismo’ y de comando, donde las personas se rehúsan a seguir a otras, prefiriendo ostentar una independencia obstinada. A ojos occidentales, siempre preparados para juzgar las cosas bajo el ángulo de la “coordinación” y de la “organización”, su vida da una singular impresión de desorden y negligencia. Me era siempre muy difícil determinar el momento inicial de cualquier acción colectiva: todo parecía ser dejado para la última hora, sin que nadie se dispusiese a comenzar alguna cosa.
En verdad, es exactamente por el hecho de que la acción colectiva es, a los ojos de los araweté, al mismo tiempo una necesidad y un problema, que la noción de tenotã mõ, “líder”, designa una posición omnipresente pero discreta, difícil pero indispensable. Sin un líder no hay concertación colectivo; sin él no hay aldea.
Tenotã mõ significa “el que va al frente”, “el que comienza”. Esa palabra designa el término inicial de una serie: el primogénito de un grupo de hermanos, el padre en relación al hijo, el hombre que encabeza una fila india en el bosque, la familia que sale primero de la aldea para excursionar en la estación lluviosa. El líder araweté es así el que comienza, no el que comanda; es el que va al frente, no el que está en el medio.
Toda y cualquier empresa colectiva supone un tenotã mõ. Nada comienza si no hay alguien en particular que comienza. Pero entre el comenzar del tenotã mõ, en sí mismo algo reluctante, y el proseguir de los demás, siempre es puesto un intervalo, vago mas esencial: la acción inauguradora es respondida como si fuese un polo de contagio, no una autorización.
El puro contagio – la propagación de una actividad sin concierto, donde cada uno hace por su cuenta la misma cosa – es la forma ordinaria de la acción económica araweté. Un buen día, por ejemplo, dos vecinas se ponen a preparar achiote. No por la inminencia de una ceremonia o porque esta sea la época del achiote; sino simplemente porque así lo decidieron. En algunas horas, se ve a todas las mujeres de la aldea hacer lo mismo. Un hombre pasa distraído por un patio ajeno, ve a otro fabricar flechas y resuelve hacer flechas él también; poco después están todos los hombres sentados en sus patios haciendo flechas.
Esta forma de propagación debe ser distinguida de aquellas actividades donde la señal para la acción es dada por la naturaleza. E incluso allí, la emulación es importante: después de un largo período de vida en la aldea, un grupo de familia decide ir de excursión; en el espacio de algunos días, varios otros grupos salen, cada cual en una dirección, como si de repente todos descubriesen que no aguantaban más el tedio de la vida común.
Esta forma de acción ‘colectiva’ aparece como una solución interesante para el problema de comenzar, toda vez que cada uno hace la misma cosa, al mismo tiempo, pero para sí, en una curiosa mezcla de sumisión a la costumbre y preservación de la autonomía. Ella manifiesta una tendencia a la repetición extrínseca de las actividades, lo que está en consonancia con la autonomía de los patios y sectores de la aldea.
Pero algunas actividades fundamentales no son realizables sin un tenotã mõ. Incluso si la forma de trabajo es la cooperación simple, ella supone un inicio formal. Y las principales son: las cazas colectivas, ceremoniales o no; la cosecha y el procesamiento del maíz, açaí, etc. para una fiesta (chamánica) de peyo; la danza opirahë; las expediciones de guerra; la elección del sitio de las rozas multifamiliares o del lugar de las nuevas aldeas.
Un tenotã mõ es alguien que decide donde y cuando se va a realizar algo, y que sale al frente para hacerlo. Quien propone a otro una empresa es el tenotã mõ de ella; quien pregunta “¿vamos?” y va al frente o nada acontece.
Ocasiones diversas tienen tenotã mõ diversos, lo que hace circular la posición de liderazgo (que a veces no es más que este gesto de comenzar) entre todos los adultos. El líder de una empresa puede ser aquél que tuvo la idea de ella, o que sabe cómo llevarla a cabo. Tal posición le puede corresponder a más de un individuo, para la misma tarea. Y la aldea puede fraccionar en diversos grupos, cada cual con su tenotã mõ. Al líder le incumbe la convocatoria de los demás y el movimiento inicial: a los pocos, los otros le siguen.
Esta posición del tenotã mõ es vista como algo coactivo. Un líder es alguien que no tiene “miedo-vergüenza” (ivie) de arriesgarse a convocar a los otros. Él precisa saber interpretar el clima vigente en la aldea, antes de comenzar de hecho, o nadie lo sigue. El proceso efectivo de toma de decisiones es discreto – conversas aparentemente distraídas en los patios nocturnos, declaraciones a nadie en particular de que se va a hacer algo al día siguiente, acuerdos confidenciales de grupos de amigos, todo esto termina por generar un líder para una tarea.
Pero, más allá de esa forma de determinación de posiciones temporarias y limitadas de liderazgo, toda la aldea reconoce a un hombre o, mejor, a una pareja, como ire renetã mõ, “nuestros líderes”, en una posición fija y general. Con todo, el ámbito de las actividades en que esos líderes actúan formalmente como tenetã mõ de la aldea es mínimo.
Los “dueños de la aldea” son los tã ñã, la pareja o las parejas que abrieron primero una roza de maíz en el sitio de una aldea nueva, alrededor de la cual se fueron agregando otras rozas y otras casas. El tã ñã, así, es el fundador de una aldea, y es esto lo que lo transforma en tenetã mõ. Él es el “dueño de la aldea” en la medida en que ésta se yergue en un espacio que él abrió o marcó, y que fue despejado por su familia extensa. Toda aldea, por tanto, es una ex-roza (ka pe, capoeira [claro en el bosque) de una o más familias fundadoras.
Se ve, así, que no sólo la aldea, sino también su jefatura es función del maíz, y que la noción de tenotã mõ de aldea no es más que el desenvolvimiento temporal del movimiento de comenzar una aldea nueva. El nombre “dueño de la aldea” o significa que su portador disponga de cualquier derecho sobre el suelo aldeano: no determina donde las familias de los otros erguirán sus casas, donde harán sus rozas; no es responsable por ningún espacio comunal; no coordina trabajos públicos.
La situación de los Araweté desde 1976, particularmente el hecho de que su única aldea sea una fusión de los remanentes de diversos grupos locales, teniendo, además de eso, una población bastante mayor que la de las aldeas tradicionales, ciertamente explica la gran autonomía de los sectores tradicionales, y consecuentemente la minimización de la posición de “dueño de aldea” y “líder”. La autoridad de un “dueño de aldea” tradicional debe haber sido algo mayor, precisamente porque los grupos locales eran menores. Lo que hoy es la gran autonomía de los sectores residenciales, debe haber sido en el pasado la gran autonomía de los grupos locales, que entonces estaban más próximos de su matriz sociológica, la familia extensa uxorilocal.
Aldea y sociedad
Los Araweté parecen vivir en aldeas a causa del maíz; todos sus movimientos de reunión en un solo lugar se hacen en función de las exigencias de cultivo de esta planta. Eso ye se manifiesta en la instalación de una nueva aldea. Si toda la roza fue, antes, floresta, toda aldea fue, antes, roza. Cuando un grupo decide mudarse a otro lugar, abre primero las rozas de maíz y se instala en medio de ellas. Con el pasar del tiempo y de las zafras las plantaciones van reculando y lo que resta es una aldea.
Al contrario de las aldeas de los pueblos indígenas del Brasil Central, con sus casas geométricamente dispuestas en círculo en torno a un patio ceremonial, la aldea araweté da la impresión inicial de un caos. Las casas están demasiado próximas unas de otras, no obedeciendo a ningún principio de alineamiento; los fondos de unas son los patios fronteros de otras; caminos tortuosos atraviesan la aglomeración, por entre conjuntos de árboles frutícolas, troncos caídos y huecos. Caparazones de jabuti y residuos de la faena con el maíz están en todas partes; la mata crece libremente donde puede, las fronteras entre el espacio aldeano y la maleza circundante son vagos.
En 1982, cuando pasé mi período más largo entre los Arawete, apenas tres de las entonces 45 casas de la aldea estaban construidas al modo “tradicional”: pequeñas chozas enteramente cubiertas de hojas de babaçu, sin distinción techo-pared-, con diminutas puertas delanteras cerradas con esteras. Las demás seguían el estilo campesino regional: paredes de tapia, tejado de hojas de babaçu, planta rectangular. Algunos principio de arquitectura pre-contacto fueron mantenidos, no obstante, como la ausencia de ventanas o el pequeño tamaño de la puerta. En marzo de 1992, la aldea contaba con 55 casas, todas construidas en ese nuevo estilo, que también corresponde a la totalidad de las casas de la aldea actual.
Los moradores de una casa forman una aldea conyugal: una pareja y sus hijos hasta 10-12 años. En esa edad, los chicos construyen pequeñas casas iguales a las de los padres, próximos a éstas, y allí duermen solos, aun cuando continúan usando el fuego de la cocina familiar. Las niñas duermen en la casa de los padres hasta la pubertad, que es cuando deben dejarla y casarse (los Araweté sostienen que los padres de una chica morirían si ella menstruase en su casa natal).
Cada residencia posee un hikã o patio, un área más o menos limpia de mato al frente o al lado de la puerta. Es allí donde quedan algunos instrumentos – pilones, tachos, ollas –, y que se trabaja de día, tostando maíz, haciendo flechas, tejiendo esteras o ropas. Allí se cocina, en la estación seca. El patio es el lugar donde se conversa y se toman refacciones, y donde se reciben visitas. Es algo raro que una persona (a excepción de la madre o de la hermana de la dueña) entre en una casa ajena. En la noche se trancan las puertas, vedándose cualquier pequeña abertura en las paredes, para que los espíritus peligrosos que rondan en la aldea no entren en la casa.
Pero el desorden espacial de la aldea es sólo aparente. Aun cuando casa conyugal tenga su propio patio, grupos de casas tienden a compartir un espacio común, fundiendo sus diferentes patios en un área continua. La aldea es una constelación de esos patios mayores, que son el escenario principal de la vida cotidiana. Tales sectores de la aldea que se congregan en torno a un mismo patio están organizados de acuerdo con la unidad social básica araweté, la familia extensa uxorilocal (forma de residencia post-marital donde el hombre va a residir junto a la familia de la mujer): una pareja más vieja, sus hijos solteros de ambos sexos y sus hijas casadas, yernos y nietos. Esto no quiere decir que cada sector de la aldea sea ocupado siempre por casa de personas vinculadas de esa forma. En verdad, los arreglos residenciales araweté son bastante variados, así como la distinción entre los diferentes sectores no siempre es espacialmente clara.
Los sectores residenciales de la aldea pueden ser divididos en dos tipos: aquellos formados por familias con dos generaciones de miembros casados (cuyo modelo es la familia extensa uxorilocal), y aquellos formados por grupos de hermanos (hermanos y/o hermanas) casados, con hijos todavía pequeños. El primer tipo forma unidades espacialmente más compactas y socialmente más integradas, orientándose de hecho hacia un patio común; el segundo es más bien compuesto por patios próximos o adyacentes. Esos dos tipos de sectores representan dos momentos en el ciclo del desenvolvimiento temporal de las familias: si la tendencia después del casamiento es idealmente uxorilocal, con el pasar del tiempo y a la muerte de la pareja más vieja se puede observar un movimiento de reunión espacial de hermanos casados, que se mudan con sus respectivos cónyuges. Como también es común el casamiento entre grupos de hermanos – dos hermanos casándose con dos hermanas, o un par hermano/hermana uniéndose a otro par –, muchas veces los dos tipos de sectores residenciales se encuentran combinados.
Los sectores formados por familias extensas tienden a abrir una sola roza, que abastece todas las casas del sector; esa roza es identificada con la pareja más vieja (los suegros de los hombres casados y padres de las mujeres). En los sectores compuestos por grupos de hermanos adultos, cada casa abre su propia roza, en general adyacente a la de los otros hermanos.
Lo que sobresale, en la estructura de la aldea araweté, es su pluricentrismo, esto es, la ausencia de un espacio ’público’, ceremonial y centralmente situado. La aldea parece un agregado de pequeñas aldeas, ‘barrios’ de casa vueltos hacia sí mismos. La fiesta del cauim fermentado, la más importante ceremonia araweté, es siempre realizada en el patio de la familia que ofrece la bebida. La ofrenda alimentaria más peligrosa, la de açaí con miel para el caníbal celeste Iaraci, es hecha en el patio del chamán encargado de “traer” ese espíritu. O sea: la organización ceremonial, si efectivamente contribuye a reunir a la comunidad local, no llega a constituir un centro marcado por un simbolismo religioso. El acto chamánico cotidiano tampoco se realiza en cualquier espacio comunal. El templo de un chamán es su casa: es allí donde él sueña y canta en la noche, saliendo a su propio patio cuando los Maï descienden. Si precisa devolver el alma de alguien, va al patio del paciente, o a la vera del río (cuando el ladrón de alma es el espíritu Iwikatihã, el Señor del agua). Entre los Araweté, por tanto, no sólo no se encuentran las ‘casas ceremoniales’ de otro pueblos Tupi-Guaraní, como tampoco el sistema de las ‘emboscadas’, pequeñas tiendas de paja donde los chamanes reciben a los espíritus, presente en casi todos los Tupí-guaraní de la Amazonía.
Todo esto sustenta esta conclusión: la aldea es una forma derivada, un resultado y no una causa. Económicamente, ella es función del maíz; sociológicamente, ella es la yuxtaposición de unidades menores, no su centro organizador. Ella es el producto del equilibrio temporal entre las fuerzas centrífugas y centrípetas de los diferentes patios.
Un día en la estación seca
Fuera de algunos hombres que salieron muy temprano a cazar mutum, es sólo a eso de las siete horas que la aldea se comienza a mover. Las familias comen algo en sus patios; algunos van a visitar el Puesto; otros pasean por patios vecinos, informándose de los planes de los demás; otros se quedan trabajando: en esa época, desde temprano las mujeres despepitan y baten los copos del algodón, hilan y tejen. La familia decide entonces su día. El hombre sale a cazar, por lo general con dos o tres compañeros; si no, va a ayudar a la mujer a tostar el maíz, o sale con ella a la roza, a buscar maíz y batata, aprovechando para cazar en los alrededores. Al mediodía la aldea está vacía. Quien fue a la roza ya volvió y está dentro de su casa, huyendo del sol fuerte.
El calor de la tarde comienza a amainar a las cuatro; la aldea se reanima. Las mujeres pilan el maíz, recogen leña, buscan agua, aguardando a los cazadores. Los hombres que se quedaron en la aldea ayudan en el servicio del maíz, o trabajan en la hechura y mantenimiento de las armas.
Entre las cinco y las seis horas, ya oscureciendo, van llegando los cazadores. Solos o en grupo, entran apurados y silenciosos, ignorando los comentarios que su carga despierta en los patios por donde pasan, deteniéndose sólo en el patio de sus casas. Entonces se van a bañar, en cuanto las mujeres encienden las fogatas para la refacción nocturna. Cuando la caza del día fue abundante, la animación toma cuenta de todos. Quien no está ocupado en cocinar pasea por los patios, observando lo que allí se prepara. Los niños corren, danzan y juegan en la aldea; los guacamayos gritan estridentemente y sus dueños comienzan a recogerlas.
Al caer la noche comienza una ronda gastronómica de patio en patio. Cuando la carne es mucha, esto se extiende hasta las diez horas o más, cada familia convidando, sucesivamente, a las otras. Los hombres dan gritos agudos y prolongados, convocando a los moradores de otros sectores residenciales a comer el puerco, el mutum o el armadillo que preparan. Las familias se van reuniendo en el patio del anfitrión, trayendo o no sus hijos pequeños, conforme a las estimativas de la comida disponible. Cada pareja que llega trae su propio cesto con paçoca de maíz. Todos se sientan en esteras en el piso, cerca de la carne; se parlotea, se ríe, el alboroto es general.
Sigamos la marcha del día. Después de las refacciones nocturnas, la aldea se comienza a silenciar. Las familias vuelven a sus patios, donde se tienden a conversar. A eso de la medianoche, casi todos ya están dentro de sus casas – a menos que una danza opirahë esté siendo realizada en algún lugar de la aldea.
Cauinagem
Cuando una familia decide ofrecer una fiesta de cauim, avisa a toda la aldea, y pide cuantas olla hubieran, de todas las casas. Inicia entonces la faena: marido y mujer pilan maíz, lo cocinan, la mujer mastica la masa (para fermentarla) y cola la papilla. La pareja debe mantener abstinencia sexual durante todo ese período, o la papilla no fermentará. El marido sale menos a cazar, yendo todo el día a la roza a buscar maíz. Las ollas llenas van siendo alineadas dentro de la casa, a lo largo de las paredes.
Nadie de fuera debe ver el cauim fermentando, o el proceso se revierte. Todas las noches se danza en el patio del anfitrión, para “hacer calentar el cauim” – una referencia no sólo al cocimiento de la papilla, sino a todo el proceso de fermentación, que libera una considerable cantidad de calor. Las mañanas son marcadas por el consumo colectivo del hati pe, el bagazo ácido que es separado del líquido en fermentación.
Mientras tanto, el dueño del cauim invita a un hombre a ser el cantador de la fiesta: él también será el líder de la caza ritual que precede a la ceremonia. Cuando toda la papilla ya fue procesada y está a fermentar, el dueño avisa al cantador que es tiempo de salir a la caza, dicha kã'i mo-ra, “hacer fermentar la papilla”.
La expedición de caza reúne a todos los hombres de la aldea a excepción del anfitrión, que debe permanecer en la aldea celando por la fermentación de la bebida, y del chamán que estuviere encargado de realizar la ceremonia del “servicio del cauim” (kã'i dokã).
Liderados por el cantador, los hombres parten. En la aldea, se quedan las mujeres a tostar maíz y recoger leña para la carne que vendrá. Cada noche, ellas danzan en el patio del anfitrión, lideradas por la esposa del cantador. Esas danzas son remedos jocosos del opirahë masculino: las canciones araweté, de danza o chamánicas, son siempre de autoría masculina, pues sólo los hombres son guerreros o chamanes, y sólo ellos pueden traer los Maï a la tierra. Por eso, las mujeres sólo pueden repetir las canciones masculinas, sin componer nunca nuevas canciones.
La sesión chamánica llamada “servicio del cauim” se realiza tarde en la noche, en la víspera de la llegada de los cazadores. Las ollas son sacadas de adentro de la casa del dueño, colocadas en su regazo y vaciadas por los Maï y las almas de los muertos traídas por el chamán para tomar la bebida. El chamán narra una fiesta de cauim invisible, donde los Maï y los muertos se atropellan en torno a las ollas, bebiendo hasta la saciedad. Ese cauinagem místico es asistido por las mujeres, que después cuentan a sus maridos lo que dijeron los visitantes celeste. El cauim alcohólico será, cuando sea tomado al día siguiente por los hombres, definido como Maï dëmïdo pe, “ex-comida de los dioses”. Esa es la misma expresión que designa a los muertos celestes, que fueron devorados por los Maï al llegar al cielo y, enseguida, resucitados por ellos.
Horas antes de la fiesta, los hombres retornan de la caza. Cerca de la aldea, se detienen a esperar a los demorados y aguardan caer la tarde. Entonces se bañan todos y se ponen a fabricar los terewo, trompetas en espiral hechas de foliolos de babaçu, de sonido hueco y punzante. Cuando están listos, siguen camino, haciendo sonar los terewo, que se oyen desde muy lejos. Las mujeres corren a bañarse, a embellecerse, y se encienden las fogatas. Al llegar a la aldea, los hombres se dispersan silenciosos y resueltos, yendo a sus casas. Las carnes que cazaron son puestas sobre ahumadores o plataformas para continuar a ser asadas. Luego se oye al dueño del cauim convocar a todos – en primer lugar, al cantador – para una prueba de la bebida que será servida. Cae la noche. Las familias van a sus patios para acicalarse, esa es la ocasión en que los Araweté se presentan más adornados, sobre todo el cantador, con la diadema de plumas de guacamayo, la cabeza emplumada de blanco, el rostro decorado con plumas de cotinga y resina perfumada, el cuerpo rebrillando de achiote fresco: Maï herî, “como un dios”. El dueño del cauim, al contrario, no pinta ni se adorna; él es un servidor de los convidados.
Alrededor de las nueve horas, el cantador se levanta en su patio y comienza a convocar a los demás. Llama primero a los Maracay rehã, aquellos que danzaron a su lado, posición acordada durante la caza, y que cabe a algunos de sus apöhi-pihã, amigos ceremoniales.
Después de la llegada del cantador, que ocupa con su familia el lugar más próximo a la puerta del anfitrión, las familias se van instalando sobre esteras alrededor del patio de la fiesta. A los pocos comienza la danza, constantemente interrumpida por el dueño del cauim, su esposa e hijos, que sirven potes llenos de bebida a los danzantes. Es cuestión de honra tomar de un solo trago todo el contenido del pote (medio litro). Las ollas se vacían rápidamente y van siendo amontonadas en un canto. Todos deben beber – excepto la familia de los dueños de la bebida, que sólo sirven. Se dice también que parientes próximos de la pareja anfitriona deben tomar poco de la bebida, sobre todo si comparten el mismo patio y plantan en la misma roza de maíz. Esa norma sugiere dos ideas: no se debe tomar cauim masticado por una pariente próxima ni producido con el maíz de la propia roza.
La situación actual de reunión de todos los Araweté en una sola aldea esconde una oposición que era fundamental en la fiesta del cauim: el cantador debería venir siempre de una aldea distinta a la del dueño del cauim. Esa fiesta reunía tradicionalmente más de una aldea, y los hombres de las aldeas convidadas formaban el núcleo principal de los danzantes, complementados por algunos amigos ceremoniales de la aldea del anfitrión. El patrono del cauim encarnaba a la aldea anfitriona, el cantador a las aldeas convidadas; los co-residentes del dueño de la fiesta estarían en una posición intermediaria, danzando menos y tomando menos cauim que los convidados. Los co-residentes de la pareja patrona, con todo, también salían a cazar; como hoy, sólo el dueño del cauim se quedaba en la aldea, para acompañar la fermentación.
Volvamos a la fiesta. Con el pasar del tiempo y de las sucesivas rodadas de cauim, los danzantes se van embriagando y algunas mujeres se animan a danzar. Los hombres vomitan el cauim que les es implacablemente servido; la maraca del cantador, los aray de los chamanes (que pueden estar, en diferentes locales del patio, cerrando el cuerpo de las crianzas pequeñas para que sus padres puedan beber sin perjudicarlas), los cantos de unos y otros se mezclan; óyense gritos y risotadas. Algunos comienzan a llorar desesperadamente, los más viejos porque se acuerdan de los hijos muertos, otros apenas balbucean frases sin nexo. Cuando se está embriagado de cauim, dicen los Araweté, espigas de maíz empiezan a girar delante de nuestros ojos, entonteciéndonos.
El cauinagem termina con las primeras luces de la aurora; pocos restan de pie. El cantador es siempre el último en retirarse del patio. Si todavía sobrasen ollas de cauim, al día siguiente la fiesta tiene que continuar. Al caer la tarde los hombres se reúnen dentro de la casa del dueño, y allí se quedan cantando y bebiendo hasta que el sol se pone. Sólo entonces se trasladan al patio, donde cantan hasta que la última gota de bebida sea servida. Exhaustos – no todos aguantan esa segunda vuelta – se dispersan; es el fin de la fiesta.
Durante la fiesta del cauim, nadie come nada – en eso los Araweté se parecen de nuevo a los Tupinambá, que llamaron la atención de los primeros observadores europeos (venidos de una civilización donde se tomaba el vino durante las refacciones) porque jamás bebían mientras comían ni viceversa. Al día siguiente a la fiesta, las mujeres de los cazadores, lideradas por la esposa del cantador, van hasta la casa de la dueña del cauim y le entregan parte de la caza traída por sus maridos. Esa carne es el kã'i pepikã, el “pago del cauim”. La pareja dueña del cauim convidará, enseguida, a todos los miembros de la aldea a comer la carne que recibieron; el ‘pago’, como se ve, termina siendo repartido con aquellos mismo que ‘pagaron’: son razones sociales las que presiden a estos intercambios alimentarios, no razones meramente económicas.
Valores simbólicos del cauinagem
Por detrás de esta fiesta aparentemente confusa y tumultuosa, existe una serie de asociaciones simbólicas importantes: el cauim es una bebida cargada de significados. Veamos, en primer lugar, el papel del dueño del cauim. Él ocupa una posición femenina: dedicado al maíz, no caza, no danza, no bebe. Por otro lado, su papel es una síntesis de dos estados masculinos típicos: el de padre de un niño pequeño y el de hombre en trabajo de fabricación del hijo. En el rol del primero, él no puede tener relaciones sexuales ni debe salir de la aldea; en el del segundo, él “calienta el cauim”, cocinándolo y celando por su fermentación, como un hombre debe “calentar el feto” por medio de cópulas frecuentes con su mujer, un proceso indispensable para la buena gestación. (Los Araweté, como la mayoría de los otros pueblos indígenas brasileños, sustentan que un solo acto sexual no es suficiente para una buena concepción: el feto es literalmente fabricado por un aporte constante del semen paterno durante los primeros meses de la gestación).
Los Araweté no me trazaron paralelos explícitos entre la fermentación del cauim y la gestación. Pero hay una serie de asociaciones entre esos dos procesos. En primer lugar, tanto la fermentación cuanto la gestación se hacen a través de las mujeres, y son vistas como transformaciones (heriwã) de una materia prima: el semen masculino, materia exclusiva de la criatura (los Araweté sostienen que la mujer no contribuye con ninguna sustancia en la formación del hijo), es transformado en el útero materno; el maíz cocido con agua se transforma en cauim en la boca de la mujer que lo mastica. Por eso, además, una mujer menstruada no puede masticar cauim, y si una dueña del cauim que estuviese grávida abortase durante la fabricación de la bebida, ésta debe ser tirada fuera. Los padres de criaturas pequeñas no pueden tener relaciones ni tomar cauim: la criatura se atiborraría como el semen paterno o como el cauim tomado, atorándose y muriendo sofocada.
Se ve una oposición entre semen y cauim que refuerza su vinculación: el primero va de los hombres a las mujeres, pero el segundo va de las mujeres – que lo mastican y que casi no beben – a los hombres. El cauinagem es la única ocasión en que las mujeres (o la pareja anfitriona, que ocupa una posición femenina) sirven a los hombres. Llenos de cauim, los danzantes se hinchan y dicen que quedan barrigudos como las mujeres grávidas. Experimentan como un proceso de ‘inseminación artificial’, donde el cauim emerge como una especie de semen femenino.
Por sus efectos aturdidores, el cauim es también comparado al timbó, la liana usada por los Araweté como veneno de pesca. Se dice que el cauim es un “matador de gente” como el timbó es un “matador de peces”: “en el cauinagem quedamos como los peces, embriagados de timbó”. La comparación es adecuada, pues el timbó no es propiamente un veneno, sino un narcótico: si los peces no fueran capturados mientras están entontecidos, se reaniman y escapan. Ese carácter de veneno atenuado del cauim de maíz tiene una expresión proverbial: “el jugo de mandioca silvestre nos mata de verdad, el de maíz no”.
Otra asociación del cauim es con la leche materna: la leche es considerada el “cauim de las criaturas”. Por eso, los padres de un niño de pecho deben someterse a las operaciones de “cerramiento del cuerpo” ejecutada por un chamán: caso contrario, el cauim, esta leche de los adultos, pasa al cuerpo de la criatura y la mata. Tal asociación entre el cauim y la leche se refuerza cuando recordamos la posición ‘nutriente’ de las mujeres frente a los hombres durante la ceremonia. Nótese además que es común que las madres alimenten a sus bebés con comida previamente masticada por ellas – tal como lo es el cauim –. Semen femenino, veneno suave, leche ácida, el cauim es una bebida que condensa diversas evocaciones simbólicas.
Finalmente, la principal referencia del cauinagem es la guerra. La caza ceremonial que precede a la fiesta es simbólicamente una expedición guerrera. El cantador, líder de la caza, es un guerrero, uno de los apellidos jocosos dados a los enemigos es kã'i nãhi, “condimento del cauim” – esto es, aquello que le da sabor, que lo anima –. Lo cual evoca el hecho de que la muerte de un enemigo en la guerra era siempre conmemorada por un gran cauinagem, donde el guerrero que mató al enemigo oficiaba de cantador.
La danza opirahë
El opirahë es la única forma de danza practicada por los Araweté: una masa compacta de hombres dispuestos en líneas, que se desplaza lentamente en círculos antihorarios, cantando. En la línea del medio, al medio de ésta, va el cantador (Maracay), que toca un sonajero de danza para marcar el ritmo. El cantador comienza cada canto, repetido al unísono por los demás danzantes. Luego de un bloque de canciones, los danzantes se dispersan, sentándose en las esteras alrededor del patio de danza con sus mujeres. Pasados algunos minutos, el cantador se levanta; entonces el grupo se rehace, con cada hombre ocupando la misma posición al interior del conjunto que en la etapa anterior. Cada línea, compuesta de danzantes con los brazos entrelazados, sigue prácticamente pegada a la línea siguiente. En las líneas del frente figuran los más jóvenes. Las mujeres pueden venir a juntarse al grupo: pasan el brazo por debajo del de su pareja, tomándolo del hombro y reposando allí su cabeza; ellas siempre forman en el círculo exterior del grupo, sin quedarse nunca entre dos hombres. Una mujer danza con su marido, o si no con su apöno, su “enamorado”; en este caso, su marido debe danzar con la esposa de aquel hombre, al otro extremo de la misma fila.
Un opirahë puede ser organizado por simple dispersión, por un grupo de jóvenes; o puede ser parte del ciclo de danzas nocturnas ejecutadas durante la preparación del cauim, y que tienen su clímax en la noche de fiesta; él es también la forma de conmemoración de la muerte de una onza o de un enemigo. No obstante, su modelo es siempre el mismo: el opirahë es una danza de guerra. Todos los participantes deben portar sus armas, o por lo menos una flecha cargada verticalmente contra el pecho. ; y los cantos de opirahë son “músicas de los enemigos”, canciones que hablan de combates. El paradigma del cantador es el guerrero.
Parentesco
Como parece ser el caso en toda sociedad no-industrial, pequeña y morfológicamente simple, la vida cotidiana araweté reserva a las actitudes y categorías el parentesco un papel preponderante. Las formas de cooperación económica, las disposiciones residenciales, los alineamientos políticos, todo eso esta en función de las relaciones de parentesco, por consanguinidad o afinidad, entre las personas. El casamiento no es una simple unión entre dos individuos, sino una alianza entre sus respectivas parentelas, que puede (e idealmente debe) consolidarse a través de otras uniones matrimoniales entre esos mismos grupos de parientes.
Los araweté se casan a edad muy temprana, las mujeres alrededor de los 12 años, los hombres, de los 15; las uniones son muy inestables hasta el nacimiento del primer hijo (lo que acontece alrededor de los 17 años para las mujeres), tornándose entonces sólidas y difíciles de romper antes de la muerte de uno de los cónyuges. Como no se concibe la vida de una persona adulta fuera del estado matrimonial, difícilmente alguien se queda soltero por mucho tiempo: personas más viejas, tan pronto enviudan, acostumbran formar uniones con jóvenes que todavía no alcanzaron la edad para casarse con alguien de su grupo de edad. Así, es relativamente común ver a hombres de 60 años viviendo con niñas de 10 años, o a mujeres de 50 años con rapaces de 12 años. Trátase de arreglos sobre todo económicos, donde la pareja funciona como una unidad de residencia, de producción y consumo alimentario; pero los juegos sexuales no están excluidos.
El término genérico para “pariente” es anî, que en su acepción más restringida denota a los hermanos del mismo sexo de ego; mis parientes son mis di, mis “otros-iguales”, gente semejante a mí. El término para no-pariente es tiwã, cuya determinación genealógica más próxima son los primos cruzados del mismo sexo; los tiwã son amite, gente “diferente”. Tiwã es un término ambiguo. Él porta una connotación agresiva o ‘picante’, y no se acostumbra usarlo como vocativo de otro araweté. El indica la ausencia de una relación de parentesco, un vacío que pide ser colmado. Un tiwã es una posibilidad de relación: un cuñado o un amigo potenciales. Los tiwã sólo se tratan por pronombres personales. Tiwã es el vocativo con que los Araweté tratan a los blancos cuyo nombre desconocen; y es el término de tratamiento recíproco entre un matador y el espíritu del enemigo muerto. Aplicado a no-Araweté, él particulariza la ‘relación’ genérica negativa que hay entre los bïde y los awî. Llamar a alguien con el vocativo awï es impensable, pues awî son seres “para matar” (yokã mi), con los cuales no se habla; por eso, llamar a un enemigo de tiwã es crear ese mínimo de relación que reconoce al otro la condición de humano (bïde).
La terminología de parentesco araweté es extensa, y se organiza según principios bastante diferentes a aquellos que subyacen a nuestra forma de clasificar a los parientes. Basta aquí observar que los Araweté llaman de “hermano”, “hermana”, “hijo”, “hija”, “padre”, “madre”, a una cantidad de personas que serían consideradas por nosotros como primos, sobrinos o tíos, y a veces simplemente como parientes distantes. En principio, todas las mujeres consideradas como “madre”, “hermana” o “hija” son prohibidas a ego desde el punto de vista sexual y matrimonial; digo “en principio” porque esa norma se aplica con rigor sólo en el caso de las parientas más próximas de esas categorías, siendo las primeras de ellas la madre, hermana o hija ‘reales’ – aquellas consideradas como habiendo generado a ego o habiendo sido generadas por la madre o la esposa de ego –. El casamiento con la hija de la hermana (la sobrina uterina) es considerado permisible, e incluso deseable, aunque la mayoría de los Araweté entiende que ese tipo de unión sólo es realmente apropiado cuando se trata de una “sobrina” distante. El casamiento con la sobrina uterina, llamado en la antropología de casamiento avuncular (del latín avunculus, “tío materno”, pues se trata de la unión de un tío materno y de su sobrina uterina) es bastante común entre los pueblos Tupí-Guaraní y Caribe de América del Sur.
Al contrario de la mayoría de las sociedades indígenas brasileñas, los Araweté no consideran que todos los miembros del grupo sean emparentados; para una persona cualquiera, muchos de los demás moradores de la aldea de Ipixuna son tiwã, no-parientes. La presencia de tantos tiwã en una aldea de doscientas personas se explica en parte por la larga separación entre los grupos meridional y septentrional de Araweté antes del contacto; los tiwã era en general calificados como iwi rowãñã ti hã, “gente del otro lado de la tierra”, esto es, de otro bloque de aldeas.
El ideal verbalmente expreso define los primos cruzados como los cónyuges por excelencia. El casamiento con la hija del hermano de la madre es llamado “casamiento del iriwã”, un pájaro que en un mito se casa con la hija de la cobra yararaca [Bothrops jararaca, su tío materno; el casamiento con la hija de la hermana del padre es el “casamiento del gavilán real”, conforme a otro mito. Es común que los adultos determinen los futuros cónyuges de los niños, emparejándolos con sus primos cruzados. De 1983 a 1991, observé que sólo un pequeño número de esas parejas llegó a estabilizarse; pero muchos de los primeros casamientos se dieron entre primos cruzados.
Otra forma de compromiso matrimonial es aquella en que un tío materno o una tía paterna reserva a una criatura para un futuro cónyuge, pidiéndola a la propia hermana (madre de la criatura) o hermano (padre de la criatura). Esos casamientos (o aquellos con los primos cruzados) son vistos como una forma de mantenerse juntos parientes próximos o, más precisamente, como el resultado del vínculo afectivo entre hermano y hermana. “Se desean” (pitã) los hijos de los hermanos del sexo opuesto, para sí mismo o para los propios hijos – así, dicen los Araweté, “no nos dispersamos” –. Se observa, en fin, una tendencia a la repetición de las alianzas entre parentelas, generando redes de emparentamiento muy intrincadas.
No conozco palabra específica para “incesto”. Hay un término, que no sé traducir, que califica uniones no muy propias, awîde. Él se aplica a casamientos entre hermanos distantes y a uniones entre tíos y sobrinas reales. Menos adecuados que los casamientos con tiwã, los casamientos awîde no son en rigor incestuosos. El incesto (que se describe como un “comer” la madre, la hermana, etc.) es algo muy peligroso: la pareja culpada muere de ha'iwã, consunción que sanciona toda infracción cósmica; y peor que todo, los enemigos se abaten sobre la aldea. Las aldeas de incestuosos, se dice, acostumbran acabar tan clavadas de flechas enemigas que los buitres ni siquiera consiguen picar los cadáveres.
El tono de las relaciones interpersonales es bastante relajado y las posiciones de parentesco son poco diferenciadas en términos de actitudes. Una única relación es definida como envolviendo “miedo-vergüenza”, por definición: entre hermano y hermana. (Digo, “por definición” porque otras situaciones acarrean “miedo-vergüenza” temporario y extrínseco. Así, todo joven que va a residir uxorilocalmente, se siente cohibido delante de sus suegros, pero eso rápidamente se disipa). Eso no significa eludirse: hermanos de sexo opuesto se visitan frecuentemente, demuestran gran estima recíproca y son el principal apoyo moral de una persona. Una mujer recurre al hermano más que al marido en una pelea con extraños; si estalla una querella conyugal, son siempre los hermanos de sexo opuesto los que acuden a consolar a los cónyuges. Esa solidaridad es respetuosa y los juegos de fondo sexual tan apreciados por los Araweté jamás tienen por objeto un hermano de sexo opuesto.
El ataque de enemigos sobre una aldea que se ha tornado “floja” (time) y desprevenida sanciona otra falta grave a las normas sociales: la hostilidad física o incluso verbal entre hermano y hermana. Vemos así que las infracciones simétricas de la distancia propia entre hermano y hermana – amor de más o de menos, digamos – atañen a la sobrevivencia del grupo entero, lo que sugiere la mentalidad de esta relación en la vida social araweté.
Hermanos del mismo sexo son igualmente solidarios y son los compañeros de trabajo más comunes. La libertad entre ellos es grande, aun cuando no llegue nunca a la camaradería jocosa de los apihi-pihã (ver abajo). Hermanas, sobre todo, son extremadamente unidas. Nótese, con todo, que el orden de nacimiento, marcada además en la terminología del parentesco, genera una diferencia que se expresa en la autoridad de los más viejos sobre los más jóvenes.
Las relaciones conyugales araweté son notablemente libres, pero ambivalentes. El contacto corporal público es admitido, y cuando las cosas van bien las parejas son muy cariñosas. Por otro lado, escenas de celos son frecuentes. Los maridos de mujeres jóvenes son muy celosos y vigilan de cerca de sus esposas. Cuando una unión se consolida con el nacimiento de los hijos, son las mujeres las que pasan a mostrar celos, especialmente las de mayor edad que el marido. La violencia física (no muy violenta, en realidad) es común entre las parejas jóvenes, y de modo general las mujeres son más agresivas. Fuera de la relación conyugal (y de las rarísimas zurras dadas en los hijos pequeños) no hay el menor espacio para la violencia en la sociedad araweté, que no se traduzca inmediatamente en choque armado. Por eso el casamiento queda sobrecargado, canalizando tensiones que poco tienen que ver con él. Eso explica, entre otras cosas, la alta inestabilidad conyugal.
La diferencia de edad entre los cónyuges es un rasgo común en las sociedades tupí-guaraní. Ella se observa también entre los Araweté, pero se trata de uniones secundarias y temporarias, en las cuales los viejos inician sexualmente niñas pré-púberes, y las viejas acogen rapaces sin esposa disponible.
Entre afines del mismo sexo y generación, las relaciones son poco marcadas. No hay evitación de cualquier forma ni solidaridad especial como se observa en tantas sociedades indígenas. “Cuñados son como hermanos”, dicen los Araweté: salen a cazar juntos, pueden llegar a ser muy amigos o se pueden ignorar. Como parte de los lazos de solidaridad entre hermano y hermana, ellos están entre los convidados más frecuentes al patio de una persona. Nótese, sin embargo, que la costumbre de que hermanos del sexo opuesto vengan a consolar a los cónyuges en las peleas de pareja traduce una obvia tensión latente entre cuñados del mismo sexo, que nunca vi ir más allá de amonestaciones cortas pero vehementes en ocasión de las desavenencias conyugales – ocasión, por tanto, en que el marido de la hermana y la hermana del marido hacen valer sus derechos fraternales contra los respectivos cuñados. Dos cuñados o cuñadas pueden tener relaciones sexuales con una tercera persona, pero no pueden entrar en relaciones de amistad sexual ceremonial (apihi-pihã) mientras estuvieren vinculados como afines: compartir cónyuges y afinidad se excluyen.
Entre afines de sexo opuesto y de la misma generación las relaciones son libres. La relación de dos hermanos del mismo sexo frente a los cónyuges respectivos es concebida como siendo de sucesión potencial: con la muerte de uno de los hermanos es común que el otro herede su cónyuge. Las relaciones sexuales entre, por ejemplo, un hombre y la esposa de su hermano son semi-clandestinas y a lo mucho tácitamente toleradas por el hermano; en caso se tornen conspicuas, uno de los implicados termina proponiendo un intercambio de cónyuges, lo que es frecuente. Esta relación de equivalencia diacrónica entre hermanos del mismo sexo se opone al simultáneo compartir de cónyuges entre los apihi-pihã.
Entre las generaciones consecutivas, el cuadro de actitudes es variado, dependiendo de la fase del ciclo de vida y de la situación residencial. Hay poco énfasis en estructuras de autoridad basadas en la diferencia generacional. Entre padres e hijos se concibe una comunidad de substancia y sus relaciones son afectivamente intensas. Hay una idea muy vaga de que los hijos son “cosa del padre”, las hijas “cosa de la madre”, lo que únicamente traduce la identidad de género y sus consecuencias económicas, pues la teoría de la concepción es patrilineal y la organización del parentesco es cognaticia.
La vida social araweté manifiesta una fuerte tendencia matrilocal, que rige las soluciones residenciales. El vínculo madre-hijos es más intenso que el vinculo padre-hijos y, especialmente, la relación madre-hija. Es difícil caracterizar con precisión la situación. Hay algún desacuerdo en cuanto a la norma. Los hombres jóvenes dicen que el ideal es la virilocalidad; los más viejos afirman que, tradicionalmente, los jóvenes se domiciliaban en el sector o en la aldea de la esposa, y que sólo después del nacimiento del primer hijo podían volver a la aldea de origen. Me inclino por el parecer de los más viejos, aunque tanto ellos como los jóvenes estén ciertamente expresando las normas del modo en que más les favorezcan. La uxorilocalidad es efectivamente un principio conceptual básico de los Araweté. Ella es explicada, característicamente, con argumentos psicológicos: se afirma que las madres no se quieren separar de las hijas y que, además, suegra y nuera nunca se entienden, sobre todo si viven en la misma sección residencial. Sea cual fuere la solución adoptada, uxorilocal o virilocal, lo que se tiene es siempre una residencia matrilocal: el cónyuge de afuera es definido como viviendo haco pi, “junto a la suegra” y el de dentro como ohi pi, “junto a la madre”.
La situación real depende de varios factores, especialmente del peso político de las parentelas involucradas, del número y composición de su prole, de las alianzas establecidas. Hoy en día, se dice, no importa mucho la solución residencial, toda vez que hay una sola aldea. El factor que continúa siendo determinante es la ubicación de la fuerza de trabajo. La uxorilocalidad es una situación esencialmente económica: el yerno pasa a trabajar con el suegro o, mejor, en la roza de maíz de la suegra. Por eso, una pareja-cabeza de familia extensa sólo permite la salida de una hija para casarse si consigue retener a un hijo (atraer una nuera), o si se casa otra hija más, reponiendo al yerno perdido. La buena administración de la familia consiste en convenir casamientos que mantengan el máximo número de hijos, de ambos sexos, en la unidad familiar de origen (y sobre todo en la roza materna). Como eso es más o menos lo que todos buscan hacer, el sistema deriva en dirección a la uxorilocalidad.
No hay reglas para evitarse entre afines de generaciones diferentes, aunque prevalece cierta reserva y una comensalía obligatoria. Conflictos entre suegro y yerno son raros, pero ocurren, sobre todo si el segundo se muestra negligente en el trabajo agrícola (en especial en la fase de derrumbamiento). A su vez los casamientos virilocales son en general tensos en la relación con el cónyuge más viejo; en los dos únicos casos en que las esposas tenían la madre viva, los choques entre suegra y nuera – en realidad entre las madres de los cónyuges – eran acostumbrados.
Cuando yo preguntaba si un muchacho, al mudarse de aldea para casarse, no se quedaba cohibido y extrañando su casa, me respondían siempre que sí, pero que, además de tener parientes en la aldea de la esposa, pronto se creaban lazos de apihi-pihã entre el recién casado y los tiwã de allá.
Amistad
El casamiento no es objeto de ninguna ceremonia, y la acelerada circulación matrimonial de los jóvenes hace de él un negocio habitual. No obstante, siempre que una unión se vuelve pública con la mudanza de domicilio de alguien, se produce una sutil conmoción en la aldea. La nueva pareja comienza inmediatamente a ser visitada por otras parejas, su patio es el más alegre y bullanguero por las noches; allí se juega, los hombres se abrazan, las mujeres cuchichean y ríen. Al término de pocos días, se percibe una asociación frecuente entre el recién casado y otro hombre, así como entre su mujer y la mujer de éste. Las dos parejas comienzan a salir juntas a la floresta, a pintarse y adornarse en el patio de la pareja más nueva. Se ha creado la relación de apihi-pihã.
La marca característica de la relación apihi-pihã es la alegría: tori. Los apihi-pihã (amigos del mismo sexo) mantienen una convivencia de camaradería jocosa, sin ninguna connotación agresiva; ellos oyo mo-ori, “se alegran recíprocamente”: están siempre abrazados, son compañeros asiduos en la floresta, usan libremente de los bienes del otro. Cuando los hombres de la aldea salen a las cazas colectivas, las mujeres apihi-pihã van a dormir en la misma casa. Los amigos de sexo opuesto (la apihi y el apino) reciben el epíteto de tori pã: “alegrador”.
El cimiento de esta relación es la mutualidad sexual. Los apihi-pihã intercambian sus cónyuges temporalmente, de acuerdo a dos métodos: oyo iwi (“vivir junto”), por el cual los hombres van por la noche a la casa de las apihi, ocupan la hamaca del amigo y por la mañana retornan donde sus esposas; y oyo pepi (“cambiar”), por el cual las mujeres pasan a residir por algunos días en la casa de los apino. Las parejas intercambiadas acostumbran salir a la caza de jabutís tomando direcciones diversas; en la noche se reúnen a compartir lo que trajeron. Esa mutualidad sexual es, así, una alternancia, no un sistema de ‘sexo grupal’.
El contexto privilegiado para la práctica de la relación de amistad es la floresta, especialmente en el período de dispersión de las lluvias, cuando pares de parejas así vinculadas acampan juntas (al comienzo de la estación de la miel, en setiembre de 1982, las unidades mínimas de recolección casi siempre involucraban grupos de apihi-pihã). En la floresta, las parejas intercambiadas salen a cazar y extraer miel, reuniéndose por la noche: “el día es de la apihi, la noche de la esposa”. Las expresiones “llevar a cazar”, “llevar a extraer miel”, “llevar a la floresta” evocan inmediatamente los vínculos apihi/apino. Para saber si hombre era realmente apino de una mujer (en vez de simple amante ocasional), el criterio decisivo era este: “sí, pues él la llevó a la floresta en tal ocasión”. La relación está orientada así – el hombre lleva a la mujer a la floresta, dominio masculino –. La floresta, el jabutí y la miel son los símbolos de la ‘luna de miel’ araweté, que no se hace entre esposo y esposa, sino entre apihi y âpino; y no involucra una, sino dos parejas.
Los celos están por definición excluidos de esta relación; al contario, ella es la única relación extraconyugal sexual que implica su opuesto, la cesión benevolente del cónyuge al amigo. Incluso entre hermanos, que tienen acceso potencial a los respectivos cónyuges, hay margen para celos reprimidos y para desequilibrios: un hombre puede frecuentar a la esposa del hermano sin que éste lo sepa, quiera o haga lo mismo. La relación apihi-pihã presupone, en cambio, la ostentosidad y simultaneidad: es una relación ritual de mutualidad.
El complejo simbólico de la relación apihi-pihã es absolutamente central en la visión de mundo araweté. Tener amigos es señal de madurez, asertividad, generosidad, fuerza vital, prestigio. La apihi es “la mujer”, pura positividad sexual, sin el fardo de la convivencia doméstica. Y un apihi-pihã es más que un hermano, en cierto sentido, es una conquista sobre el territorio de los tiwã, de los no-parientes, estableciendo una identidad allí donde sólo había diferencia e indiferencia: es un amigo.
La frecuente asociación económica entre cuartetos de apihi-pihã no implica trabajo agrícola para los hombres (las mujeres pueden ir juntas a la roza, cosechar maíz, pilarlo, etc.), sino caza: la cooperación agrícola supone pertenencia a la misma familia extensa o sector residencial, lo que no puede ocurrir entre apihi-pihã. De cualquier forma, la provincia por excelencia de la amistad es la floresta en el período en el que el maíz “se oculta” (ti'î, como también se dice de la luna nueva).
Es clara la compensación entre la amistad y la uxorilocalidad: para el joven recién casado, el amigo es lo contrario del suegro en cuya roza él debe trabajar. En las fiestas, los apino y apihi se pintan, adornan y perfuman mutuamente; cuando se ve un cuarteto profusamente adornado, con muchos aretes, la cabeza emplumada de blanco, el cuerpo brillando de achiote, riendo y abrazándose, no hay duda: son apihi-pihã. Caza, danza, sexo, pintura, perfume, el mundo de los apihi-pihã es un mundo ideal. En el cielo, la relación entre los dioses y las almas de los muertos es siempre representada por la amistad sexual. Los muertos se casan en el cielo con los Maï, tienen hijos, viven como aquí. Pero los cantos chamanísticos siempre ponen en escena a las almas acompañadas de sus apino o apihi celestes – como conviene a las ocasiones festivas –. Uno de los eufemismos para la muerte de alguien alude a ese carácter celestial de la amistad: “iha ki otori pã kati we” – “él se fue a juntarse con su ‘alegrador’”.
Una pareja puede tener más de una otra pareja asociada como apihi-pihã, y no hay ningún adulto en la aldea que no llame por lo menos a una media docena de personas en los términos de la amistad. Pero esas relaciones se actualizan consecutivamente; es raro que una pareja tenga más que sólo una otra como asociada activa en un momento dado, debido a la dedicación exigida por la amistad. Las relaciones no son transitivas: los amigos de mis amigos no son necesariamente mis amigos. Es usual que dos hermanos, que no se pueden llamar en los términos de la amistad ni tampoco comparten cónyuges, tengan parejas de amigos en común. Trátase por tanto de una relación diádica y local, involucrando a las parejas en una red que se superpone al tejido del parentesco.
Re-casamientos por viudez o divorcio suscitan la necesidad de decidir sobre la renovación de los lazos de amistad. Si un miembro del cuarteto muere, es considerado deseable que se actualicen las relaciones, promoviendo una troca oyo iwi.
No es infrecuente que los intercambios temporales de los cónyuges se terminen volviendo definitivos. Ahí se dice en sentido propio que los hombres intercambiaron (oyo pepi) esposas. El intercambio definitivo deshace la relación, que pierde sentido.
Aun cuando la relación de amistad involucre dos parejas y se centre en el acceso sexual al cónyuge del amigo, los lazos entre los asociados del mismo sexo son fundamentales: son esos los que de preferencia persisten después de la viudez o el divorcio, y los que precisan ser actualizados. El amigo del sexo opuesto es sobre todo un medio de producir un apihi-pihã – y eso vale particularmente para los hombres –. Si un cuñado es lo que no se puede dejar de ‘obtener’ al conseguir una esposa, un amigo es lo que se quiere obtener al establecer relaciones con una apihi.
Los apihi-pihã son reclutados entre los tiwã, por definición: esto es, transforman en tiwã aquellos que así se vinculan. Hermanos reales no pueden ser amigos. Los Araweté siempre me corregían, cuando yo designaba a dos hermanos como apihi-pihã al constatar que habían intercambiado (definitiva y domésticamente) esposas. “sólo a los tiwã llamamos apihi-pihã”. Esa distinción es importante, pues un tiwã es lo opuesto de un hermano, pero cuando uno de los primeros es transformado en amigo, él comparte una semejanza con el hermano: el acceso lícito a las respectivas esposas.
Hay, en fin, dos relaciones sociales centrales en el mundo araweté: entre hermano y hermana y entre amigos del mismo sexo. La primera se caracteriza por la solidaridad y el respeto, y es el punto de apoyo de la afinidad y de la reciprocidad; la segunda por la libertad y la camaradería, y es el foco de la mutualidad. Las relaciones entre hermanos y cuñados del mismo sexo son poco marcadas, pero parecen ocultar antagonismos latentes –como lo demuestra el apoyo del hermano del sexo opuesto en las querellas conyugales, y la competición y los celos velados que juntan y oponen a hermanos frente a las mismas mujeres. La relación entre marido y mujer se opone a aquella entre hermano y hermana por manifestar libremente los dos aspectos interdictos en ésta: sexo y hostilidad. La relación entre amigos de sexo opuesto es, en cambio, idealmente positiva (y, positivamente, ideal): apino y pihi no pelean, o automáticamente dejan de estar en esa relación. Finalmente, la “alegría” de la amistad entre amigo y amiga se opone al “miedo-vergüenza” (respeto) entre hermano y hermana.
Las edades
Producir un hijo es un trabajo lento, que exige cópulas frecuentes y gran dispendio de semen, a fin de calentar el feto y formar paulatinamente su cuerpo. Todos los componentes potenciales están contenidos en la simiente paterna. El progenitor es concebido por los Araweté como el que “hace” o “da” la criatura. La madre es un hiro, receptáculo o continente de esta substancia seminal, donde se procesa su transformación en una criatura.
Los Araweté, al contrario de lo que sustentan otras culturas indígenas, no consideran que la sangre menstrual desempeñe algún papel en la concepción humana. Cuando yo observaba la semejanza física entre madres e hijos, todos asentían sin ninguna sorpresa, dándome una explicación gramaticalmente abstracta: la semejanza se debe al hecho de que el esperma forma a la criatura ohi ropï, “ a través (a lo largo) de la madre”. Esa era la misma razón aducida para explicar porque una persona debe hacer abstinencia alimentaria y también sexual cuando un pariente del lado materno cae enfermo. Los Araweté entienden que existe un lazo substancial entre los parientes, de tal forma que, si una persona enferma, sus parientes próximos deben evitar practicar acciones e ingerir alimentos que puedan empeorar su estado. En suma, la teoría patrilineal de la concepción se suma al reconocimiento bilateral de la filiación, de las interdicciones del incesto y de la abstinencia por enfermedad.
La biología araweté sustenta que una criatura puede ser formada por el semen de más de un progenitor, esto es, más de un inseminador puede cooperar o alternar en la producción de una crianza. Recordemos que las relaciones de amistad apihi-pihã ponen a una joven esposa en contacto sexual regular con dos hombres. Es considerado positivo, para la salud del bebé, que él haya sido formado por más de un progenitor: el número ideal parece ser de dos o máximo de tres; por encima de eso, el parto se vuelve muy doloroso o el bebé nace con la piel manchada.
Las precauciones de la pareja involucrada en la concepción son pocas durante la gestación, algunas de las cuales continúan después del parto. No deben comer tapir, pues su espíritu pisotearía la barriga de la madre; o usar del maíz cuyo cesto de transporte se partió; el hombre no puede comer nada de hembras grávidas de animales. Tampoco deben comer pernil de venado o mutum, porque enflaquecerían las piernas de la criatura. Los hombres deben tomar cuidado en la floresta, pues las cobras intentaran morderlos.
Después que nace, el bebé es bañado en agua tibia. Su padre le perfora las orejas, raspa los cabellos que sobrepasan la línea de las cejas, y él es entonces “arreglado” (mo-kati) por alguien con experiencia: se le achata suavemente la nariz, se separa las orejas hacia fuera, se le masajea el pecho para “abrirlo”, se separa las cejas, se ajusta el maxilar inferior, se empuja los brazos y los dedos de la mano en dirección al hombro, se aprieta los muslos uno contra otro, se separa los cabellos húmedos con un palito.
Los padres entran en reclusión, pasando la mayor parte del tiempo en casa y dependiendo de los parientes para las tareas domésticas esenciales, como cocinar y buscar agua. Horas después del parto, ellos deben tomar la infusión amarga de la casca del árbol iwirara'i (Aspidosperma sp.) – la misma que se toma en la primera menstruación de una joven y cuando se mata a un enemigo en la guerra. Esa medida parecería así tener relación con la sangre que se acumula en el cuerpo en esos estados y que debe ser purgada. Pero la explicación aducida por los Araweté es diferente: se toma el té de iwirara'i para poder comer jabutí sin sofocarse por la hinchazón de la glotis. Se trata del jabutí de patas rojas (Geochelone carbonaria), carne prohibida para los padres de los recién nacidos, mujeres en la primera menstruación y matadores de enemigos. Todos los hombres que participan de la concepción del bebé deben tomar esa infusión, pero sólo el progenitor principal – por regla general, el marido de la parturienta – sigue rigurosamente las demás restricciones.
La madre, en la noche siguiente al parto, debe someterse a la operación imone, reconducción de su alma al cuerpo, ejecutada por un chamán. Todo trauma físico o psicológico produce esa peligrosa despegadura entre alma y cuerpo.
Las restricciones postparto son variadas y, sobre todo, llevadas en serio por los padres de un primer hijo. Ellas son más rigurosas mientras el ombligo no seca y cae; se van relajando a medida que el niño adquiere un “cuello duro”, luego comienza a reír (a “tener conciencia”, ika'aki), después a andar. Su término es imprecisamente marcado, y la consolidación definitiva de la criatura demora bastante más que ese período de restricciones para sus padres.
Algunas de las restricciones apuntan a proteger a los propios padres, ahora definidos como ta'i ñã y memi ñã, “dueños de hijo”. No se deben exponer demasiado al sol y a la luna, o el “excremento” de esos astros los ennegrecerá; no pueden cargar agua, andar sobre piedra o suelo áspero, o ciertos espíritus de la floresta flecharán sus pies. La precaución más importante es tomada por el padre: él no puede ir a la floresta mientras el ombligo de su hijo no seca, o atraerá multitud de cobras surucucus [Lachesis muta, yararacas y jibóias [Boa constrictor, que lo picarán y engullirán vivo. Eso significa que el hombre se ve imposibilitado de ejercer la actividad que lo define como adulto casado: la caza.
Otras restricciones protegen al bebé: los padres no tocan en espejos ni peines, pues eso le causaría fiebre y dolores; no tocan en cuero de jaguar, o su piel quedaría manchada. Se evitan esfuerzos que puedan repercutir en la criatura: cargar peso, pilar maíz, derribar árboles.
Las restricción de ingestión de sustancias son más numerosas. Los padres no pueden cocinar ni comer cosas muy calientes, La madre no puede fumar; el padre sólo lo hace a través de un tapón de algodón. La mayoría de las interdicciones en vigor luego del parto, como la que incide sobre la carne del jabutí rojo, apuntan a proteger la salud de los padres; las interdicciones de larga duración, al contrario, protegen a la criatura. Así, la carne de varios animales sólo puede ser consumida por los padres después que la criatura ya comenzó a “reír”; otras, sólo después que ella comenzó a andar. Las hembras grávidas de animales no son consumidas hasta que la crianza tenga unos tres años (sin embargo, las mujeres grávidas pueden comerlas).
El consumo de esas carnes prohibidas y ciertas acciones como cocinar y fumar provocarían el hapi, la “quemadura” de la criatura. Trátase de una especie de combustión interna que se manifiesta como fiebre, desecamiento y rápido debilitamiento del bebé. La idea subyacente parece ser la de que el recién nacido es un ser volátil, que debe mantenerse lejos del contacto con cosas calientes. Tampoco se le puede pintar con achiote, o su piel se descascaría como si fuera chamuscada en el fuego.
El sexo y el cauinagem son las prohibiciones más estrictas. Ambas cosas sólo pueden ser hechas después que el niño comience a gatear (me decían los padres) o a andar (me decían las madres). Antes de eso – e incluso después, si el chamán no cerrase bien su cuerpo –, él moriría en medio de convulsiones y vómitos. La abstinencia sexual parece ser más duradera para la madre que para el padre: éste, después de algunos meses, puede procurar a su apihi “para enfriarse”. Las acciones de la madre son más directamente nocivas para la criatura, que está siempre pegada a ella; son las madres las que se preocupan en pedir que algún chamán cierre el cuerpo de sus hijos. La razón de esto es que ellas los amamantan. A la leche pasa todo lo que entra en el cuerpo de la madre – incluso el semen –. Pasa también, como vimos, el afecto: los hombres siempre visitan la casa natal, las mujeres se recusan a casarse virilocalmente, “porque nunca se olvidan de la leche que tomaron”.
Con dos semanas de nacidas, los infantes comienzan a comer cará, batata y banana masticados por la madre. Mandioca, maíz, otras frutas y carne sólo son introducidos en la dieta cuando ellos ya están “listos” (aye), esto es, cuando ya demuestran “conciencia”. Es entonces que reciben un nombre y pueden ser pintados con achiote: ya son completamente humanos.
La noción de “tener conciencia” – traducción general del verbo ka'aki – define el grado de humanidad de los infantes. Ella no se confunde con el hablar, pues le es cronológicamente anterior. Parece designar la facultad de la criatura de responder a estímulos comunicativos; la principal señal de esto es la risa. Si un bebé muere antes de manifestar conciencia, incluso sus padres lo llorarán poco.
Por algunos años, la persona de la criatura no está enteramente estabilizada. Su imagen vital (î) se desprende con facilidad del cuerpo, especialmente debido a la codicia de Iwikatihna, el Señor del Río. Infantes de hasta cuatro años son a menudo sometidos al imone, que es cuando el chamán trae de vuelta al alma errante y la consolida en el cuerpo.
Aunque haya la preocupación en espaciar los nacimientos, tener hijos es un valor esencial. Las criaturas son mimadas y adoradas por toda la aldea; mujeres y hombres se disputan el privilegio de pasear con el recién nacido en brazos. Si una mujer muere dejando un infante de pecho, otras se encargan de amamantarlo.
De los tres años en adelante, cuando comienzan a tener autonomía en sus movimientos, las crianzas son referidas como ta'i oho, o como “hombrecitos” y “mujercitas”. Entre los siete y once años, los niños son clasificados como piri a d;i “gente verde (no-madura)”. En esa fase, salen a cazar y pescar en las cercanías, y acompañan a los padres en las expediciones de caza. Comienzan también a erguir sus casitas al lado de la de los padres. Alrededor de los doce años, se decide que es tiempo de amarrarles el prepucio; el pene ya esta “lleno” y el glande se puede desnudar, lo que es motivo de vergüenza.
A partir de los doce años, los muchachos comienzan una larga serie de casamientos tentativos con muchachas de su edad o un poco mayores. Hasta los quince años, más o menos, se resisten mucho a casarse, sólo haciéndolo cuando no hay un adulto disponible que pueda llevarse de la casa de los padres a una niña en edad de menstruar. Las niñas se mudan, entonces, a las casitas de los muchachos. Esos ensayos de casamiento no duran, en general, más que algunas pocas semanas.
A partir de los quince años, los hombres son clasificados como pira'i oho (“hijo grande de gente”), término que sigue describiendo a todos los hombres que todavía no tienen hijos casados. El segmento más joven de esa categoría es turbulento y emprendedor; de él salen numerosos tenotã mõ a las expediciones de caza y de guerra. El segmento más viejo de la categoría acoge varios chamanes. Entre los quince y los veinte años, los hombres se comprometen en casamientos más serios, pero no menos inestables que los de los muchachos. Raros son aquellos que no tuvieron por lo menos cinco esposas en esta fase. Ellos se casan con muchachas de su edad y con mujeres bastante más viejas.
Los hombres entre treinta y cincuenta años son definidos como “maduros” (dayi). Es en esa fase que constituyen familia extensa, atrayendo yernos y saliendo de la situación uxorilocal. De ahí en adelante son “viejos” (tapïnã). Los hombres maduros forman un segmento influyente, especialmente cuando son líderes de sectores residenciales y chamanes.
Los ancianos araweté no disponen de poder especial, pero tampoco son marginalizados. En 1982, los dos hombres más viejos de la aldea aún cazaban, tenían grandes rozas y familias que los apoyaban. Aya-ro (de unos setenta años) todavía era un chamán activo, pero cantaba poco; sus servicios eran solicitados más para el cerramiento del cuerpo de los niños y para casos de mordedura de cobra – operaciones que no siempre implican la presencia de los Maï –. Meñã-no, el otro, ya había sido “abandonado por los Maï”, es decir, no cantaba más.
Las niñas entre los siete y los once años son llamadas kãñî na'i oho, “mujer-niña”. Muchas de ellas son entregadas a un viejo o deficiente físico que no consigue proveerse de esposa adulta. Ellos “crían” a las niñas, iniciándolas sexualmente. Una niña no puede menstruar por primera vez en casa de sus padres, o éstos morirán de una dolencia mística (el ˆha'iwã) que afecta a todo aquel culpable de faltas vinculadas a la sexualidad. Así que precisan conseguir marido enseguida. Se sustenta, por otro lado, que las mujeres sólo menstrúan si son previamente desfloradas.
Las mozas pre-púberes no deben comer huevos en demasía o tendrán partos múltiples; ni corazón de jabutí, venado y otras cazas – presas que sangran mucho –, o su menstruación será abundante y dolorosa. Su libertad sexual es considerable, así como su capacidad de iniciativa en esos asuntos. Cuando son todavía niñas, los padres no interfieren mucho. Pero cuando se van aproximando a la pubertad, aumenta el control sobre su comportamiento: las muchachas demasiado “andadoras” (iatã me'e) – aquellas que circulan en bandos alegres por la noche, en procura de diversión – son temidas por los yernos prospectivos, los jóvenes maridos son muy celosos de cualquier relación extra-conyugal fuera del sistema de amistad apihi-pihã.
De la pubertad hasta los 30, 35 años, las mujeres están en la clase de las kãñî moko, “mujeres grandes”. No obstante casarse tempranamente, sólo llegan a tener hijos a los 18-20 años. El cambio de vida después del nacimiento del primer hijo es mucho más radical para la mujer que para el hombre. Ella deja de ser un apéndice de la madre y se orienta hacia su propia casa; deja de pertenecer al bando turbulento de las mozas solteras, pasando a adoptar un comportamiento reservado y atento a las necesidades del hijo. De objeto de celos del marido, pasa a ser quien controla sus aventuras. Las “dueñas de niños”, incluso las jóvenes, son respetadas por todos, y la balanza de la autoridad doméstica se inclina sensiblemente hacia el lado femenino después del nacimiento del primer hijo.
Las madres son muy celosas de sus hijos, tomando partido por ellos ciegamente, incluso cuando provocan estragos en las posesiones ajenas o se comportan de un modo intolerable para la paz de la aldea. Por otro lado, su autoridad sobre los niños no es mucho mayor que la de los padres y ambos están siempre ocupados en intentar contener a los hijos.
A partir de los 35 años, las mujeres son clasificadas como adultas (odï mo-hi re, “crecidas”) y después de la menopausia como “viejas”. Mujeres de mediana-edad poseen enorme influencia en la vida cotidiana. Un sector residencial gira en torno de la mujer más vieja y es normalmente identificado por su nombre. Son esas mujeres, más que sus maridos, quienes disputan el destino post-marital de las jóvenes parejas.
Los nombres
Cada individuo recibe un nombre algunas semanas después de su nacimiento y lo portará hasta que nazca su primer hijo. Esta regla es obligatoria para las mujeres. Los hombres pueden pasar a ser denominados como ”X-pihã”, “compañero de X (nombre de la esposa)”, tan pronto se casan. Cuando nace el primer hijo o hija, la pareja abandona definitivamente sus nombres de infancia y asume otros que hacen referencia al nombre de aquéllos: “Y-ro” y “Y-hi”, “padre” y “madre” de y (nombre del niño). Así, por ejemplo, el joven Ñapiri se casó con la moza Kãñî –ti; ésta continuó siendo llamada Kãñîti y él pasó a ser conocido como Kãñî-ti-pihã. Les nació un niño, que recibió el nombre de Karamirã. La pareja pasó entonces a ser llamada Karamirã-no y Karamirã-hi; sus nombres de infancia no pueden ser pronunciados más por quienquiera que sea. Después que nació su segundo hijo, la niña Kãñî-paka, los dos pueden ser ocasionalmente llamados Kãñî-paka-ro y Kãñî-paka-hi; pero en general los padres tienden a ser conocidos por el nombre del primogénito, incluso si aconteció que él murió siendo muy pequeño.
El primer hijo es nominado más rápidamente que los hijos siguientes; la elección de su nombre es objeto de mayores cuidados y siempre se piensa en el nombre que los padres tendrán al dar un nombre al niño. En cierta forma, a lo que se está realmente nominando es a los padres: los tecnónimos (término que designa esos tipos de nombres personales que se refieren al parentesco de ego con la otredad) son considerados nombres más “propios” que los nombres de infancia. Una vez obtenidos tales tecnónimos que marcan el estatus de adulto (para los Araweté, ser adulto es tener hijos), los nombres de infancia se tornan “dolorosos de oír”. Curiosamente, sin embargo, esos nombres pueden continuar siendo pronunciados, cuando están embutidos en los tecnónimos de los padres: así, por ejemplo, Tapaia-hi es el nombre corriente de la madre de Iapï'ï-do, un hombre cuyo nombre de infancia fue Tapaia (un nombre jamás pronunciado en su presencia y tal vez desconocido por todas las personas de las generaciones más jóvenes).
La nominación de los infantes no es objeto de ninguna ceremonia especial, y no hay, como en muchas otras sociedades indígenas, nominadores predeterminados por parentesco. La mayoría de los nominadores de los niños son personas maduras, en general parientes próximos de uno de los padres. El padre y la madre pueden escoger por su propia cuenta los nombres de sus hijos, pero eso es muy raro en el caso de los primogénitos: todavía jóvenes, los padres se inclinan ante la opinión de los más viejos y, especialmente, de los propios padres. Sólo hay una regla que debe ser respetada en la selección del nombre: no puede haber dos personas vivas con el mismo nombre. Eso se aplica a los nombres de infancia de los adultos, que incluso abandonados por ellos no pueden ser conferidos a infantes. Un nombre precisa ser o nuevo o de alguien que ya murió.
La onomástica araweté depende de tres criterios. Un infante puede ser nominado “conforme a un muerto del grupo” (pirowi'hã ne), “conforme a una divinidad” (Maï de), o “conforme a un enemigo” (awî ne). Esos tres criterios de nominación no deben ser confundidos con las clases a que remiten esos nombres. Eso es importante porque la mayoría de los nombres araweté son “nombres de dioses” o “nombres de enemigos”, pero pueden haber sido conferidos “conforme a un muerto”, esto es, la intención de la nominación fue reponer en circulación el nombre (de origen divino o enemigo) de un pariente muerto.
Algunos de los nombres conferidos “conforme a un muerto” son intraducibles; pero muchos tienen significado: nombres de ancestros míticos, de animales (pájaros, casi siempre), de plantas, de objetos, verbos, cualidades… La mayor parte de los nombres, no obstante, son clasificados como “nombres de enemigos” o “nombres de divinidades”.
El proceso de reposición onomástica efectuado por la nominación “conforme a un muerto” manifiesta una intención afectiva y conmemorativa. No se concibe ninguna reencarnación de almas por vía de los nombres ni se transmiten las relaciones de parentesco del antiguo portador del nombre a la crianza nominada (como ocurre en otros grupos indígenas). Un nominador de un niño escoge nombres de personas que son estimadas por sí mismo o por los padres del crío. Puede haber más de un muerto que portó aquel nombre, pero la elección es hecha teniendo en mente a una persona en particular. Lo que se repone, al darse el nombre de alguien muerto a un bebé, es una tríada – la criatura y sus padres –. Muchas veces, a lo que se apunta particularmente es a que vuelvan a existir los X-ro y X-hi, muertos pero presentes en la memoria del grupo, más que X, que puede ser una criatura fallecida aún pequeña. Ese criterio de nominación es el más frecuentemente usado para la elección del nombre de los primogénitos, y son las mujeres más viejas o los hombres en cuanto jefes de los grupos domésticos (padres y suegros de los padres del bebé) quienes de preferencia lo accionan.
Los nombres dados “conforme a un enemigo” también tienen significados variados, pero son casi siempre “nombres de enemigos”: nombres personales o tribales de enemigos míticos o históricos (muchos traducidos por mujeres que estuvieron cautivas entre los Kayapó), palabras extranjeras que los Araweté saben que nada tienen que ver con nombres personales, metáforas y frases tiradas de los cantos que conmemoran la muerte de enemigos de guerra… Aquí se incluyen varios nombres y expresiones en portugués (recordemos que los kamarã son clasificados como un tipo especial de awî, enemigo). La nominación “conforme a un enemigo” es más frecuentemente accionada por los hombres en calidad de guerreros. En general, después de un combate con los enemigos, los hombres que se distinguieron en la guerra sueñan que los enemigos muertos les revelan sus nombres, utilizados entonces para nominar a los recién nacidos.
Los nombres dados “conforme a una divinidad” reflejan el variado panteón araweté. Prácticamente todos los nombres de dioses celestes y subterráneos se encuentran como nombres personales. No se usan, sin embargo, los nombres de los espíritus terrestres, malignos. Los nombres “conforme a una divinidad” son conferidos por hombres maduros en su condición de chamanes. Todos los tipos de nombre y criterios de nominación pueden tener origen en la visión de los chamanes, que sueñan y cantan por la noche, extrayendo de estos sueños y cantos nombres nuevos o antiguos. Pero los nombres “conforme a una divinidad” son invariablemente conferidos por chamanes.
Después de la muerte, una persona es mencionada por su nombre seguido del sufijo –reme, “finado”. En los cantos de los chamanes que traen las almas celestes de los muertos a la tierra, éstas son nominadas sin este sufijo de “finado”, que connota ausencia o distancia. Los nombres de infancia de los muertos son libremente mencionados, lejos de los oídos de sus parientes próximos.
Al contrario de otras sociedades brasileñas, donde los nombres marcan posiciones sociales y papeles ceremoniales, llegando casi a tener la función de títulos, entre los Araweté los nombres tienen un efecto de individualización – nadie puede llevar el mismo nombre que otra persona viva y muchas son las personas con nombres que no fueron usados por nadie en el pasado – y, al mismo tiempo, son curiosamente ‘impersonales’ y relacionales. Nótese que el nombre más ‘propio’ de una persona, su nombre de adulto, es un tecnónimo, esto es, un nombre que designa la relación de paternidad que la persona tiene con su hijo. La impresión que me queda es que los Araweté dan nombres a los infantes para poder llamar a los padres de ellos por los tecnónimos… De otro lado, la onomástica araweté recurre a lo que podríamos llamar el exterior de la sociedad para obtener los nombres: pues los muertos, los enemigos y las divinidades representan, bajo diferentes aspectos, aquello que no pertenece al mundo de los vivientes araweté, el mundo propiamente humano. Dioses, muertos y enemigos ocupan el espacio exterior del cosmos araweté – es de allá que vienen los nombres. La identidad de cada araweté, así, es determinada por el exterior de la persona de múltiples maneras: los nombres de infancia evocan el exterior de la sociedad; los tecnónimos de los adultos se refieren a la relación de la persona con otra.
Cosmología y chamanismo
En el comienzo los humanos (bïde) y los dioses (Maï) vivían todos juntos. Ese era un mundo sin muerte y sin trabajo, pero también sin fuego y sin plantas cultivadas. Un día, insultado por su esposa humana, el dios Aranãmi decidió abandonar la tierra. Acompañado por su sobrino Hehede'a, él tomo su sonajero de chamán y comenzó a cantar y a fumar. Cantando, hizo que el suelo de piedra donde estaban subiese a las alturas. Así se formó el firmamento: el cielo que se ve hoy es el lado de debajo de esa inmensa placa de piedra. Junto con Aranãmi y su sobrino subieron decenas de otras razas divinas: los Maï hete, los Awerikã, Marairã, Ñã-Maï, Tiwawi, Awî Peye, Moropïnã. Los Iwã Pïdî Pa subieron todavía más alto, formando un segundo cielo, el “cielo rojo”.
La separación del cielo y la tierra causó una catástrofe. Privada de sus fundamentos de piedra, la tierra se disolvió bajo las aguas de un diluvio: el yacaré y la piraña monstruosos devoraban a los humanos. Sólo dos hombres y una mujer consiguieron salvarse, subiendo en un pie de bacaba. Ellos son los tema ipi, el “origen de la rama”: los ancestros de la humanidad actual. En la convulsión provocada por el diluvio, algunos Maï procuraron escapar de los monstruos sumergiéndose en el agua y creando el mundo inferior, donde habitan hoy, en islas de un gran río subterráneo.
Las marcas de la división del cosmos están en todas partes: los pequeños morros pétreos que puntúan el territorio araweté son fragmentos del cielo que se irguió; las piedras del igarapés Ipixuna todavía guardan las huellas de los Maï; las matas de banana silvestre dispersas en la floresta son las antiguas rozas de los dioses, que comían de esa planta antes de conocer el maíz. Las plantas cultivadas y el arte de cocinar los alimentos fueron revelados a los humanos y a los dioses por un pequeño pájaro rojo de la floresta.
Bïde, los humanos, son llamados por los Araweté “los abandonados”, los que fueron dejados atrás por los dioses. Todo lo que hay en nuestro mundo de lmedio es lo que fue abandonado; a los cielos fueron los animales mayores, las mejores plantas, la gente más bella – pues los Maï son como gente, aunque más altos, más fuertes e imponentes. Todo en el cielo está hecho de piedra, imperecedero y perfecto: las casas, las ollas, los arcos, las hachas. La piedra es, para los dioses, maleable como el barro para nosotros. Allá nadie trabaja, pues el maíz se planta solo, las herramientas agrícolas operan por sí mismas. El mundo celeste es un mundo de caza, danza, fiestas constantes de cauim de maíz; sus habitantes están siempre espléndidamente pintados de achiote, adornados con plumas de cotinga y arara, perfumados con la resina del árbol i d;iri'i (Trattinickia rhoifolia).
Pero los Maï son, por encima de todo, inmunes a las enfermedades y a la muerte: ellos llevan consigo la ciencia de la eterna juventud. El exilio de los dioses creo la condición de todo lo que es terrestre: la sumisión al tiempo, esto es, al envejecimiento y a la muerte. Pero si participamos de esa común condición mortal, nos distinguimos de los demás habitantes por tener un futuro. Los humanos son “aquellos que irán”, que reencontrarán a los Maï en el cielo, después de la muerte. La división entre el cielo y la tierra no es insuperable: los dioses hablan con los hombres y los hombres estarán un día a la altura de los dioses.
La muerte
La relación entre la humanidad y los dioses, los Maï, es el eje de la religión araweté. Los humanos y los Maï están ligados por relaciones de afinidad – pues las almas de los muertos se casan con los dioses – y por un sistema ritual de ofrendas alimentarias. Los Maï pueden aniquilar la tierra (y finalmente lo harán), desmoronando el cielo. Toda muerte tiene como causa final la voluntad de los Maï, que son concebidos como, al mismo tiempo, Araweté ideales y caníbales peligrosos. Entre las decenas de especies de Maï, cuya mayoría posee nombres de animales, la más importante son los Maï hete (“dioses verdaderos”), que transforman las almas de los muertos en seres inmortales, después de una operación caníbal. Están también los Añi, seres selváticos y brutales que habitan la superficie terrestre, que invaden las aldeas y deben ser matados por los chamanes.
Y está también el temido Iwikatihã (Señor del Río), un poderoso espíritu subacuático que rapta las almas de las mujeres y criaturas.
Los peye (pajés o chamanes) son los intermediarios entre los humanos y la vasta población sobrenatural del cosmos. Su actividad más importante es la conducción de los Maï y de las almas de los muertos a la tierra para participar de los banquetes ceremoniales. Esos banquetes ceremoniales son fiestas en las que alimentos producidos colectivamente son ofrecidos a los visitantes celestes antes de ser consumidos por los humanos. Los alimentos rituales más importantes son: jabutís, miel, açaí, monos aulladores, peces y bebidas alcohólicas (cauim) de maíz. La fiesta del cauim es el clímax de la vida ritual araweté y combina simbolismos religiosos y guerreros. El líder de las danzas y cantos que acompañan el consumo del cauim es idealmente un gran guerrero, que aprendió las canciones de boca de los espíritus de enemigos muertos.
El canto es el núcleo de la vida ceremonial. La “música de los dioses” cantada por los chamanes y la “música de los enemigos” cantada por los guerreros son los dos únicos géneros musicales araweté. En ambas modalidades de canto, se trata siempre de oír las palabras de los ‘otros’, dioses y enemigos, citadas a través de fórmulas retóricas muy complejas.
Los muertos son enterrados en caminos abandonados en la floresta. La muerte divide a la persona en dos aspectos antagónicos: un espectro terrestre asociado al cuerpo y a los espíritus Añi, y un alma o principio vital celeste asociado a la conciencia y a los Maï. El espectro espanta a los vivos mientras el cuerpo se descompone, hasta que retorna a la aldea natal del finado y allí desaparece. Una muerte provoca la inmediata dispersión de la población de la aldea en la floresta, dispersión que dura el tiempo de la descomposición del cadáver. El alma celeste es muerta y devorada por los Maï al llegar al cielo, siendo entonces resucitada mediante un baño mágico que la transforma en un ser divino y eternamente joven. Las almas de los muertos recientes vienen frecuentemente a la tierra en los cantos de los chamanes, a hablar con los parientes y narrar las delicias del más allá. Después de dos generaciones ellas cesan sus paseos, pues nadie más en la tierra se acuerda de ellos. La condición del guerrero es la única que torna desnecesaria la transubstanciación caníbal en el cielo; los matadores de enemigos, fundidos en espíritu con sus víctimas, gozan de un estatuto póstumo especial.
Los chamanes
Quien pase un tiempo entre los Araweté no se dejara de sorprender con el contraste entre la vida diurna y nocturna de la aldea. Durante el día, ‘nada acontece’ – hay, obviamente, las cazas y pescaderías, las tumultuosas refacciones colectivas, las interminables conversas en los patios familiares al caer la tarde, la eterna faena del algodón y del maíz; pero todo parece hacerse de una manera descuidada, al mismo tiempo errático y monótono, alegre y distraído. Todas las noches, sin embargo, madrugada adentro, se oye emerger del silencio de las casas un vocear alto, ora exaltado, ora melancólico, pero siempre austero, solemne y, a veces, para oídos extranjeros, algo siniestro. Son los hombres, los chamanes cantando el Maï marakã, la música de los dioses. Ciertas noches, tres o cuatro chamanes cantan, al mismo tiempo o sucesivamente, cada uno su propia visión – pues tales cantares son la narrativa del Maï de d;ã, la visión de los dioses –. A veces es uno solo: siempre comenzando por un canturreo suave y susurrado, va irguiendo progresivamente la voz, cuya articulación entrecortada se recorta contra el fondo rechinante del sonajero aray, hasta alcanzar un nivel de altura e intensidad que se mantienen por más de una hora, para ir entonces cediendo lentamente al caer las primeras luces de la aurora – “la hora en que la tierra se desvela”, como se dice en araweté – hasta retornar al silencio. Ocasionalmente (lo que significa una o dos veces por semana para cada chamán en actividad), el clímax de la canción-visión trae al chamán afuera de su casa, hasta el patio. Allí, danza curvado, con el tabaco y el sonajero aray, batiendo fuertemente el pie derecho en el piso, jadeante, siempre cantando – es el descenso a la tierra de las divinidades y de las almas de los muertos, traídas por él, el chamán, de su viaje al mundo celeste.
Los Maï y los muertos son música, o músicos: marakã me'e. Su modo de manifestación esencial es el canto y su vehículo es el peye, el chamán. Un chamán es llamado Maï de ripã, “soporte de las divinidades”, o ha'o we moñîña, “cantador de las almas”. No hay iniciación ni “llamado” formales para la acción chamánica. Ciertos sueños, si son frecuentes, pueden indicar una vocación de chamán, especialmente los sueños con jaguares y con la “Cosa-Jaguar”, un Maï bastante peligroso. Pero más que alguien que sueña, un chamán es alguien que fuma: petî ã î; “no-comedor-de-tabaco”, es el modo de hablar de sí de un hombre que no es chamán. El tabaco es el emblema, el instrumento de fabricación y de operación del chamán. El entrenamiento para chamán consiste en un largo ciclo de intoxicaciones con tabaco, hasta que el hombre mo-kiyaha, “se haga translúcido”, y los dioses “lleguen” hasta él.
El tabaco es omnipresente en la vida araweté – hombres, mujeres y niños fuman. Los puros de 30 centímetros, hechos de hojas de tabaco secas al fuego y enrolladas en corteza del árbol tauari, son una cosa social por excelencia. El primer gesto de recepción a un visitante es la oferta de una bocanada del puro de la casa, encendido expresamente para eso, y después de una refacción colectiva el puro corre de mano en mano. Jamás se puede recusar un pedido de tabaco, y jamás se fuma solo (excepción hecha del acto chamánico, pero ahí se está compartiendo el puro con los dioses). Pero si todos fuman, sólo algunos hombres son “comedores de humo” – los chamanes –. El humo del tabaco es uno de los principales instrumentos: es soplado sobre picadas y machucaduras, y también sirve para reanimar a los desfallecidos. En el cielo, los Maï soplan humo de tabaco sobre los muertos para revivirlos.
Al lado del humo, el emblema principal del chamán es el sonajero aray. Todo hombre casado, como vimos, posee un aray. Él puede ser usado por “no-comedores-de-tabaco” como instrumento para pequeñas curas, y para acompañar los cantos nocturnos de los hombres que, incluso sin ser considerados peye, ven de vez en cuando a los Maï en sueños. Eso significa que todo hombre adulto es un poco chamán. Ser peye no es un papel social ni una profesión, sino una cualidad o un atributo de todo adulto, que puede ser más o menos desarrollados. Algunos hombres realizan tal potencial más plenamente que otros, y son ellos los que son conocidos como peye.
El aray es el instrumento transformador por excelencia. “Dentro del aray” o “por medio del aray” es la explicación lacónica y autoevidente para cualquier indagación acerca de cómo, dónde y por qué se realizan las operaciones de resurrección y metamorfosis narradas en los mitos, o el consumo espiritual de los alimentos por los Maï cuando éstos vienen a tierra a comer en los festines ofrecidos por los humanos, o las operaciones terapéuticas de reasentamiento del alma y cerramiento del cuerpo ejecutadas por los chamanes. El aray es el receptáculo de fuerzas o entidades espirituales: las almas perdidas de las mujeres y de los niños son traídas de vuelta dentro del aray hasta su sede corporal, en ocasión del tratamiento llamado imone, frecuentemente realizado por los chamanes.
Con tal equipamiento – tabaco, sonajero –, el chamán araweté está capacitado para realizar diversas operaciones de prevención y cura, que son semejantes a la terapéutica típica de la América indígena: fumigación con tabaco; soplo resfriador; succión de sustancias o de principios patógenos (empleada en las mordeduras ponzoñosas y en la extracción de flechas invisibles que ciertos alimentos contienen); y las operaciones de cerramiento del cuerpo y de reconducción del alma. Los mayores pacientes de los chamanes en esas dos últimas operaciones son los niños pequeños y las mujeres: los primeros porque todavía tienen el alma mal asentada y el cuerpo abierto; las segundas porque son el objeto principal de la codicia de los espíritus extractores de almas (varios espíritus terrestres tienen este poder maligno) y de los Maï.
El chamán, este comedor de humo y “señor del aray” (otro modo de designarlo), es un soporte de los Maï, las divinidades que cantan por su boca. Cantar la “música de los dioses” es la actividad más frecuente de los chamanes, independientemente de situaciones de crisis o de enfermedad. No hay hombre adulto que no haya cantado al menos una vez en la vida; pero sólo los chamanes acostumbran cantar casi todas las noches.
La música de los dioses es el área más compleja de la cultura araweté. Única fuente de información actual sobre el estado actual del cosmos y la situación de los muertos en el cielo, ella es el rito centro de la vida del grupo. “El chamán es como una radio”, acostumbraban explicarme los Araweté. Con lo cual están diciendo que el chamán es sólo un vehículo, esto es, que el sujeto de la voz que canta está en otra parte, no dentro del chamán. El chamán no incorpore las divinidades ni los muertos, el canta-cuenta lo que oye de ellos. Un chamán escenifica o representa a los dioses y a los muertos, pero no los encarna; el acto chamánico araweté no es una posesión. Un chamán tiene conciencia de lo que cantó durante su ‘trance’ y sabe lo que pasa a su alrededor mientras está cantando.
Típicamente, hay tres posiciones enunciativas en la música de los dioses: un muerto, los Maï, el chamán. El muerto es el principal enunciador, transmitiendo al chamán lo que dijeron los Maï. Pero lo que los Maï dijeron es casi siempre algo dirigido al muerto o al chamán y referente al muerto, al chamán o a ellos mismos. La forma normal de la frase es así una construcción polifónica compleja: el chamán canta algo dicho por los dioses, citado por el muerto, referente al chamán, por ejemplo. Hay construcciones más simples, en que el chamán canta lo que conversan los dioses con respecto a los humanos en general, y otras más intrincadas, donde un muerto cita a otro respecto de lo que una divinidad esta diciendo sobre un viviente (que no es chamán), etc.
Las músicas de los dioses nada tienen de sagradas ni de esotéricas. Después de haber sido cantadas por un chamán, pueden ser repetidas por cualquier persona y muchas veces se tornan sucesos populares. Quien no puede repetir un canto es, precisamente, el chamán que lo cantó por la primera y única vez.
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