De Pueblos Indígenas en Brasil
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Etnogénesis indígenas

José Maurício Arruti, historiador de la Universidade Federal Fluminense (UFF), antropólogo (Museu Nacional) e investigador asociado en el Centro Brasileiro de Análise e Planejamento (Centro Brasileño de Análisis y Planificación-Cebrap), realizó un análisis de los procesos de etnogénesis indígenas que tomaron fuerza en el Brasil a partir de la década de 1970.

Para entender el fenómeno

Desde el comienzo de la década de 1970, más especialmente en los últimos cinco años, tales etnogénesis se vienen multiplicando de manera sorprendente desde la perspectiva de cualquier observador, lego o especialista. En un primer relevamiento –sin duda precario- pudimos localizar el registro de más de 50 nuevos grupos con el reclamo de ser reconocidos como indígenas. Ellos están distribuidos en 15 estados del territorio brasileño, del norte al sur, más especialmente concentrados al noreste (22 en el estado de Ceará y cinco en el de Alagoas), y al norte (siete en el estado de Pará), de los cuales se sabe muy poco salvo en lo que atañe a las demandas específicas.

¿Qué es la etnogénesis?

La tradición legalista y el fuerte sentido común acerba de lo que debe ser un indio (naturalidad y olvido) han funcionado como serios obstáculos para la implementación de avances teóricos y jurídicos en el reconocimiento de los pueblos indígenas resistentes.

Las “emergencias”, “resurgimientos, o “viajes de vuelta” son designaciones alternativas, cada una con sus ventajas y desventajas, para lo que la antropología designa como etnogénesis, de una manera más clásica y establecida. Ese es el término, aun conceptualmente controvertido, utilizado para describir la constitución de nuevos grupos étnicos.

Es importante enfatizar que, al hablar de etnogénesis, nos estamos refiriendo a un proceso social y no a un tipo específico y diferenciado de grupos indígenas. Luego de reconocidos y plenamente establecidos frente al movimiento indígena, frente a la sociedad regional y frente a los órganos públicos oficiales, tales grupos deben dejar de ser contabilizados en las listas de colectivos emergentes, justamente por presentar un recorrido más o menos dilatado en el tiempo, dependiendo de cada situación y proceso de etnogénesis. La tendencia a clasificarlos por separado, como grupos “emergentes”, “resurgentes”, “resurgidos”, o inclusive “remanecientes”, tiene el inconveniente de convertir categorías creadas para describir procesos sociales e históricos en categorías de identificación que pierden así su dinamismo y su historicidad para denotar una cualidad o una sustancia.

El paso siguiente –que constituye otro inconveniente- sería considerar que tal cualidad diferenciada los colocaría en una segunda categoría de indios, justamente en el sentido de indios de segunda categoría, indios que serían menos indios. Eso ocurre porque el sentido común toma al “grupo étnico” como una simple derivación de “etnia”, remitiendo a esta, en función de su acepción más común (“grupo de personas de la misma raza o nacionalidad que presentan una cultura común y distinta”), tanto a contenidos culturales (nacionales), como naturales (raciales). El resultado es que el uso más común de la expresión termina disolviendo las frágiles fronteras semánticas entre todos esos términos figurando la raza como un simple eufemismo, en especial cuando este es tomado como una expresión política de las diferencias.

En la acepción antropológica, por el contrario, los grupos étnicos no son definidos por medio de cualquier contenido (cultural o no), sino como unidades sociales que emergen de mecanismos sociales de diferenciación estructural entre grupos en interacción. Esto es, sus modos particulares de construir oposiciones y clasificar personas; lo que coloca en un lugar central la definición de “fronteras” que delimitan y separan los grupos y no sólo los contenidos comprendidos en ellas. Es en ese sentido que la cultura no desaparece necesariamente del análisis, sino que deja de ser teóricamente relevante para la definición de grupos étnicos, ya que ella se vuelva una variable y no la constante de la definición: ya no explica sino que es explicada por los mecanismos y razones que delimitan y definen grupos. Acompañando esa inflexión interpretativa, el término etnogénesis debería dirigir nuestra atención no para la “invención de las tradiciones” en si mismas, como en general ocurre, sino para los mecanismos sociales que permiten que un determinado grupo social establezca lo discontinuo donde, aparentemente, sólo existía continuidad. Como en la definición de grupo étnico, la “invención cultural” no es poco importante para el análisis de la etnogénesis, sólo que no es teóricamente relevante. En su lugar, importan comprender las razones, los medios y los procesos que permiten que un determinado agregado cualesquiera se instituya como grupo al reivindicar para sí el reconocimiento de una diferencia en medio a la indiferencia; al instituir una frontera donde previamente sólo se postulaba contigüidad y homogeneidad. Si el etnocidio es el exterminio sistemático de un estilo de vida, la etnogénesis, en oposición, es la construcción de una autoconciencia y de una identidad colectiva contra una acción irrespetuosa (en general producida por el Estado nacional), con vistas al reconocimiento y a la conquista de objetivos colectivos.

La situación en la región Noreste

Aunque no sea el único lugar en donde ocurre este fenómeno, la región Noreste concentró los primeros y más significativos procesos de etnogénesis. No solamente por ser la región primeramente colonizada y por haber presentado todas sus aldeas indígenas como extintas oficialmente en un período de menos de diez años -entre las décadas de 1860 y 1870- aunque también porque fue en esa región en la que se registraron los primeros grupos de caboclos (término utilizado en Brasil describir a una persona surgida de la mezcla de ascendencia indígena y europea, de esta manera un caboclo es un tipo específico de mestizo) que reivindicaron su reconocimiento como indígenas.

Tales reivindicaciones se iniciaron en la década de 1920, y se prolongaron por dos décadas, cuando fueron interrumpidas por un largo período, hasta ser retomadas en los años 1970. Esa cronología conforma lo que sugiero percibir como dos ciclos, con características propias, que pasaré a describir a continuación de manera muy simplificada

Primer ciclo: décadas de 1920 a 1940

En el siglo XVIII, la región contaba con más de 60 aldeas, ocupadas por casi 27 naciones indígenas, oficialmente extintas hasta las vísperas de 1880. A pesar de la violencia y la antigüedad del proceso de expropiación de tales grupos, este último golpe, que marca su extinción oficial, fue –fundamentalmente- de carácter clasificatorio y jurídico. Por la imposición de un conocimiento técnico (1) que postuló su reclasificación desde indios hacia caboclos, estos dejaron de poseer la prerrogativa legal de encontrarse bajo la administración de los misioneros y de disponer de tierras de uso común en las aldeas.

Convertidos en población común, de trabajadores nacionales, sus tierras fueron incorporadas a los “propios nacionales”, parceladas y comercializadas. Entretanto, los habitantes de las aldeas fueron dispersos o restringidos a pequeños sectores de sus antiguos territorios, prohibiéndoseles, inclusive, el ejercicio de ciertas prácticas que los distinguían. Entre ellas, y en especial, el Toré (ritual religioso) que –como también ocurrió con las prácticas religiosas africanas- fue criminalizado y perseguido. Poco menos de un siglo después, un largo periodo, que fue transitado por una misma generación, tales grupos comenzaron a reivindicar su reconocimiento oficial como indígenas, teniendo como objetivo principal la reconquista de las tierras de los antiguos asentamientos aldeanos. Esto representó una inversión no sólo de las expectativas creadas por una visión evolucionista del proceso de la civilización en el sertón (vasta región geográfica semiárida del noreste), así como también de las prácticas y estrategias del órgano indigenista.

A mediados de la década de 1920, el órgano indigenista oficial pasó a actuar en el noreste bajo la presión del reconocimiento, pensado como excepcional, de los indios Carnijó de Águas Bellas (estado de Pernambuco), rebautizados como fulni-ô y presentados, entonces, como el único grupo de la región que mantenía señales evidentes de diacríticos en relación a los habitantes de próximos: hablaban el yate, presentaban rituales prohibidos a los extraños y ostentaban reglas restrictivas para casamientos interétnicos. Esa excepcionalidad era lo que justificaba que el órgano de alejase de su objetivo manifiesto de apertura de fronteras al norte y al oeste del país, para prestar asistencia y “protección” a los grupos de una región colonizada tan antiguamente.

La “protección oficial”, en este caso, implicó la interrupción de las situaciones violentas sufridas por el grupo por parte de los “grileiros” (apropiadores de tierras), así como el acceso a los bienes materiales como herramientas, semillas e instalaciones. Tales intervenciones repercutieron sobre toda la región despertando el interés de una serie de otras comunidades de “caboclos” que vivían situaciones semejantes a los Fulni-ô y que mantenían, como ellos, relaciones rituales y de parentesco. De esta manera, se originó el primer ciclo de etnogénesis en la región. Un número creciente de comunidades descendientes de antiguas poblaciones de aldeas comenzó a presentar sus propias demandas por el reconocimiento oficial como indígenas, con el propósito de alcanzar la misma “protección”. Como resultado y en los años 30, el órgano indigenista reconocería otros tres grupos de “remanecientes indígenas” y, en la década siguiente, otros ocho se les agregaron.

La característica principal de este primer ciclo de etnogénesis se asienta en haberse configurado en base a una red de relaciones previamente existentes entre los grupos de “caboclos”, todo ello entramado en base al calendario de las fiestas religiosas y rituales indígenas, que tienen como eje el río San Francisco y, como precedente, los viajes entre los antiguos asentamientos de las aldeas. En base a esa red los agentes externos como la Iglesia, la academia y el Estado, sucesivamente, entraron en contacto con tales grupos. Primero fue por medio de sus visitas a los Fulni-ô (estado de Alagoas), realizadas por la invitación del Padre Damaso, que el antropólogo Carlos Estevão entró en contacto con los pankararu (estado de Pernambuco) y con los xukuru-kariri (estado de Alagoas). Los pankararu, a su vez, realizaron por su propia cuenta los contactos con SPI (Serviço de Proteção aos Índios-Servicio de Protección a los Indios) con los kambiwá (Serra Negra – estado de Pernambuco, local de refugio de las "guerras justas") y con los "indios rodelas" (reconocidos como tuxá – estado de Bahia), que, en horma inmediata, realizarían el puente entre el órgano indigenista y los trucá, en el estado de Pernambuco.

Otra década después, y gracias nuevamente al sacerdote mencionado, el SPI se estableció en Porto Real do Colegio (estado de Alagoas), reuniendo en el los individuos que quedaban en las aldeas de la Ilha de São Pedro de Porto da Folha (estado de Sergipe), y que habían emigrado hacia la aldea de Cariri, así como otros sujetos de estas aldeas que ocupaban precariamente parte de las antiguas tierras de la misión, dando origen a la etnia mixta de los kariri-xocó (estado de Alagoas). Todos esos pasajes del órgano indigenista de un grupo a otro fueron viabilizados por las relaciones previas.

Las etnogénesis operan de esta manera, una especie de sobre codificación de aquellos circuitos y redes sociales. Quizá, justamente por eso, ese primer ciclo se agota al inicio de la década de 1940, como si la red de etnogénesis hubiese cubierto todas las relaciones diseñadas por el circuito de intercambios previos que le daba sustento.

Segundo ciclo: posterior a 1970

A partir de la mitad de la década de 1970, se produce una nueva onda de etnogénesis indígenas. Entre 1977 y 1979, surgieron cinco grupos reivindicando su identificación oficial como remanentes indígenas. Entre 1980 y 1989 surgieron diez más y entre 1990 y 1998 otros nueve, existiendo aún informaciones acerca de un gran número de demandas en el estado de Ceará.

En esa reedición del fenómeno, casi tres décadas después del primer ciclo, no solamente fueron alterados el volumen y el ritmo de las etnogénesis. El mismo patrón diseñado por ellas era diferente. No estaban ligadas necesariamente a las tierras de las antiguas aldeas, ni operaban como una sobrecodificación de una red anterior de intercambios rituales y de parentesco. Por el contrario, parecían estar ligadas a la constitución de un campo indigenista en el Brasil, que repercute en la región del noreste y que tiene como uno de sus principales actores a la Iglesia Católica.

La declaración de Barbados (1971) tuvo una fuerte repercusión al interior de la Iglesia Católica, diferenciándose las diferentes diócesis acerca del asunto, aunque creando el Conselho Indigenista Missionário (Cimi-Consejo Indigenista Misional) y concretando la realización de diversas Asambleas Indígenas que marcan el período y que sirvieron como la base para la concreción de un trabajo de formación política de liderazgos indígenas. Los años 70 (en donde se institucionaliza la disciplina antropológica en Brasil) también son los testigos de una nueva sensibilidad en relación a la cuestión indígena. Data de este período la creación de entidades indigenistas no gubernamentales y no confesionales como la Associação de Apoio ao Índio (Anai-Asociación de Apoyo al Indio) y la Comissão Pró-Índio (CPI-Comisión Pro Indio), respectivamente, entre los años 1977 y 1978, como entidades de representación nacional, operando en varios Estados.

Si en el primer ciclo todas las reivindicaciones se basaban en la continuidad en términos de territorio y de memoria de grupos establecidos en aldeas misionales o asociados a regiones históricamente relacionadas con la deambulación y el refugio de grupos huidos; de los trece grupos más recientes para los cuales poseemos información en el nordeste, sólo dos repiten ese patrón. Los otros pueden ser divididos en tres tipos, conforme a la fuente de legitimidad de sus demandas.

Un primer conjunto se compone por grupos que no constituyen inicialmente una etnogénesis, aunque si una partogénesis. Dado que sus tierras fueron inundadas en los años 40 por la Usina Hidrelétrica (UHE) de Itaparica y siendo contemplados sólo en forma parcial en el sentido de sus necesidades territoriales al momento de su reubicación, los tusa originales se dividieron en otros dos grupos, distribuidos en regiones muy distintas. Si, por un lado, los tres núcleos formados se reconocen como parte de una misma etnia, su fragmentación tuvo consecuencias políticas (atomización de las autoridades fundadas sobre recortes internos al grupo original) y rituales (modificaciones sobre el ejercicio de su tradición).

Aún en este primer tipo, por lo menos otros tres, de estos nuevos grupos, surgieron de rupturas por facciones (dos de ellos a través de transferencias patrocinadas por la misma Funai). Tales fraccionamientos llevaron a la constitución de nuevas unidades socio políticas para las cuales surgieron nuevas demandas territoriales y una nueva estructura oficial, con nuevos liderazgos reconocidos por el órgano, un nuevo Puesto Indígena y recursos específicos, aunque originados en menor medida desde la Funai. Es importante observar que en esos casos el punto crítico de las rupturas por facciones pasa por las limitaciones en las negociaciones internas originadas de los procesos de territorialización. La moldura territorial de las áreas indígenas, ligada a la experiencia de una unidad político administrativa, a la cual se acopla una extensión del aparato burocrático del órgano tutelar, principal canal de acceso a los recursos externos, lleva a que los recortes de naturaleza familiar y ritual asuman una dimensión territorial y política que no serían posibles fuera de ese contexto.

En un segundo conjunto, encontramos la situación vivida por grupos cuya emergencia no pasa por la reivindicación de una originalidad y distintividad ligada a los vínculos territoriales con grupos históricos redescubiertos, sino por una continuidad genealógica y ritual como grupos ya existentes y plenamente legitimados. En esos casos, se presenta la reivindicación de una identidad y de un epónimo propio, aunque son pensados como una parte desgarrada y autonómica de unidades más amplias, por el efecto de las migraciones en busca de nuevas tierras o de agua, cosa tan común entre las poblaciones indígenas históricas de la región del sertón. Esta situación es vivida por, por lo menos, diez de los 33 grupos surgidos en el período que va entre los años 1970 y 1995, todos ligados a los pankararu.

El tercer grupo está formado por aquellos que, no pudiendo disponer de características identificadas en los grupos anteriores, procuran legitimar sus demandas, accionando primero en la apropiación tradicional de un determinado territorio colectivo, aunque también –y principalmente-el compartir una serie de trazos sustantivos que los pueden encuadrar como indígenas. Recurren a los “índices de indianidad” (2), por decirlo de alguna forma, dentro de los cuales se destaca el Toré, identificado por el indigenismo oficial como un baile-religión-ritual-fiesta indígena por excelencia en la región nordeste.

El estado de Ceará es, a partir del año 2000, el que más se ha destacado en el campo de la etnogénesis. En un encuentro (22/01/2006) de representantes de pueblos indígenas del Estado, fue definida una lista con más de veinte grupos indígenas, de los cuales apenas cuatro son oficialmente reconocidas por la Funai y seis tienen el proceso de reconocimiento iniciado. En ese contexto, se destacan también las implicancias recíprocas de ese fenómeno con la organización del campo indigenista en el Estado, en especial los de origen y base cristiana.

2002 – Un nuevo marco legal

A partir del año 2002, los cambios introducidos en el ordenamiento jurídico nacional, consecuencia de la ratificación por el gobierno brasileño de la Convención Nº 169 sobre “Pueblos Indígenas y Tribales en Países independientes”, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de 1989, provocaron importantes cambios en las dinámicas sociales relacionadas con los procesos de etnogénesis. Como la mayor parte de esos procesos tuvieron y aún tienen como propósito el acceso a los recursos, y una parte sustancial de los mismos tiene origen estatal o son regulados por leyes, políticas u órganos estatales, un momento importante de esos procesos pasa por el reconocimiento de tales grupos por parte del Estado brasileño, de acuerdo con los rótulos o epónimos que ellos se auto atribuyen. Desde los primeros momentos, entretanto, el Estado brasileño intentó imponer restricciones a tal reconocimiento. Primero, a través de una rutina interna al propio órgano indigenista, asentada en un determinado saber práctico sobre lo que son los grupos indígenas (que resultó en la importancia histórica atribuida al Toré en la región del noreste), y luego de los años 70, por medio de un recurso formal en relación a los laudos periciales antropológicos. Como detentores de un saber formal y legítimo sobre los grupos indígenas, los antropólogos se vieron solicitados, con frecuencia, a realizar trabajos que tenían como pauta la demanda oficial por la verificación de las identidades indígenas.

Con la ratificación del Convenio 169 de la OIT, el Estado brasileño, finalmente, abdicó formal y teóricamente su prerrogativa en relación al poder de clasificar su población. La Convención abre su texto “reconociendo las aspiraciones de esos pueblos en asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida y su desarrollo económico, y mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones, dentro del ámbito de los Estados donde residen”. También establece (en el artículo primero, párrafo dos) que la “conciencia de su identidad indígena o tribal deberá ser considerada como criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones de la presente Convención”. A partir de entonces, los mecanismos de legitimación de las etnogénesis dejan de ser determinados por el Estado, pasando a estar sometidos a una dinámica social más compleja.

La primer respuesta a este cambio llegó al año siguiente a la ratificación. En mayo de 2003, se realizó en Olinda (estado de Pernambuco) el I Encontro Nacional dos Povos Indígenas em Luta pelo Reconhecimento Étnico e Territorial (I Encuentro Nacional de los Pueblos Indígenas en Lucha por el Reconocimiento Étnico y Territorial), con la presencia de 90 representantes de 47 pueblos indígenas, 26 de ellos auto denominados indígenas recientes y aún sin el reconocimiento oficial de su etnicidad. En la lista de la Funai constan solamente 36 grupos en esa similar situación.

Una de las reivindicaciones que constan en el documento final del encuentro, además de la inevitable demanda por la demarcación, regularización y desocupación de la áreas en cuestión, fue –justamente- terminar con “la exigencia de laudos para la identificación étnica, reconociendo la afirmación de nuestra identidad étnica y territorial de acuerdo a la Convención 169 de la OIT” (3). Los grupos allí reunidos concluyeron que “debemos ser reconocidos por nuestra historia de resistencias y no por nuestro supuesto resurgimiento o emergencia”. Desde esa posición exigieron ser designados “indios resistentes” y no como las formas anteriores de designación utilizadas. Retomamos aquí, entonces, la idea del comienzo de esta parte del trabajo en donde surge la necesidad aparente de designar de forma diferenciada tales grupos. Ahora, tomada por ellos mismos, la solución a tal necesidad pasa por la tentativa de invertir el efecto sustancializador y estigmatizante que podrían contener las designaciones anteriores, asumiendo otro, en el cual procuran invertir tal estigma.

De esta manera, como se observa en otros Estados latinoamericanos, la Convención ha tenido una significativa influencia en la definición de las políticas y en los programas nacionales, más allá (o en función) de pautar la formulación de directivas y políticas de varias agencias multilaterales de desarrollo. Su aplicabilidad práctica, sin embargo, aún se enfrenta a obstáculos innumerables. A través de toda América Latina son constantes las quejas de los movimientos indígenas y de los especialistas de los países signatarios del Convenio, en relación al desconocimiento o a la oposición real de las autoridades judiciales y administrativas con respecto a su aplicación. La tradición legalista y formalista, y en especial colonialista de tales funcionarios, asociada a un fuerte sentido común sobre lo que debe ser un indio (naturalidad y ahistoricidad), ha funcionado como un serio obstáculo en relación a la implementación de tales avances teóricos y jurídicos. De cualquier manera, si la disposición del Estado brasileño en aplicar tal precepto por medio de la práctica de su órgano indigenista se consolidase, podemos estar ante un nuevo momento de esos procesos de etnogénesis. (Julio de 2006)

Notas

(1) Como consecuencia de Ley de Tierras de 1850, los estados de la Federación, fueron impelidos a realizar el registro de todas las tierras públicas existentes en sus territorios. Con ese objetivo, fueron conformadas las Comisiones de Mediación y Demarcación (Comissões de Medição e Demarcação) conformadas por ingenieros y cartógrafos que acarrearon la responsabilidad de evaluar, a partir de un conjunto restringido de ítems (la incorporación e el mercado de trabajo local, la existencia de casamientos con blancos y la práctica de la fe cristiana), se los aldeanos aún eran indígenas o si ya se habían civilizado. La respuesta de las Comisiones fue, invariablemente, la constatación de la civilidad de los aldeanos. (2) "Indianidad" designa aquí una determinada manera de ser y de concebirse “indio”, en el sentido genérico del término, construida en la interacción con el órgano tutelar, a partir de una determinada imagen de lo que debe ser un “indio”. De esta manera, la “indianidad” es una representación y un tipo de comportamiento, generado por la interacción de los pueblos indígenas con los aparatos del Estado y sus procedimientos estandarizados que le imponen a la gran diversidad de culturas y organizaciones sociales un modelo que termina siendo asumido efectivamente por aquellos pueblos. (3) Los representantes de la Funai presentes en el encuentro confirmaron la misma interpretación relativa a la Convención 169 de la OIT y garantizaron que la presidencia del órgano ya había decidido el fin de la práctica de los “laudos de identificación étnica”.